Una Ibiza sin ibicencos

El profesor de música que vive en una pensión.

El profesor de música que vive en una pensión. / La Sexta

En contraposición a ese «periodismo farlopero», un término de lo más gráfico creado por el escritor Juan Manuel de Prada para referirse a la horda de comunicadores incendiarios que enervan a las masas y tergiversan la realidad hasta hacerla irreconocible –y que inteligentemente sacaba ayer a colación Bernat Joan i Marí en su columna de los lunes–, tenemos el capítulo que el programa ‘Salvados’ dedicó este domingo a Ibiza y sus problemas con la vivienda. Reporterismo realista y directo, sin astracanadas ni perífrasis, consagrado a exponer un presente tan surrealista y estrafalario en sí mismo, que no requiere de sensacionalismos.

Para quienes no vieron el programa de La Sexta, que presenta Fernando González, Gonzo, éste ofreció una concatenación de entrevistas a distintos residentes y trabajadores de temporada con el objetivo de radiografiar la tan penosa como insólita situación inmobiliaria pitiusa y sus derivadas sociales. A través de su convivencia con estas personas, con las que acaba cenando al ras en un parque de caravanas junto al Hospital de Can Misses, esboza un retrato finísimo, tristísimo y definitivo de una situación que se ha agravado tanto, que incluso provoca la normalización de situaciones que antaño nos parecerían disparatadas. Y no me cabe duda de que así tuvieron que percibirlo los cientos de miles de espectadores no ibicencos que lo vieron.

Hemos leído reportajes realizados en los mismos lugares y entrevistas a personas con experiencias calcadas, pero contemplarlo en televisión, de una manera tan descarnada, íntima y pausada, contextualizando la realidad de cada afectado, aporta un grado de crudeza inédito. Desde el primer instante del programa, Gonzo lo deja claro: «la isla es pionera en la creación de una nueva clase social: los asalariados sin techo. Personas que son necesarias para que funcione la sociedad, pero sin la posibilidad de encontrar un lugar estable en el que residir: policías, sanitarios, maestros, trabajadores de servicios…».

Un profesor mallorquín del Conservatorio de Música que vive en un hostal con baño compartido. Le come tanto presupuesto que solo le quedan cinco euros al día para comer. Su compañera comparte un salón entre cuatro, donde duermen separados por cortinas. Un hotel que presume de ofrecer estancia a sus trabajadores, que pernoctan en habitaciones compartidas sin ventanas, tan pequeñas que ni siquiera pueden separar las camas. Una empleada de dicho establecimiento, ibicenca, en temporada trabaja allí, pero en invierno se marcha a la península porque no puede permitirse seguir residiendo en su tierra.

Y luego la nueva clase social, los de las caravanas, que conforman una forma de vida que se expande velozmente. Aparece un trabajador divorciado, que tiene a su hija en custodia compartida. No puede permitirse un piso para él solo, pero la autoridad judicial no le permite criarla en una casa con personas ajenas a su familia. La caravana, sin embargo, sí computa como vivienda familiar. Un celador de Can Misses que ha preferido invertir sus ahorros en una autocaravana antes que quemarlos en un santiamén pagando alquileres desorbitados que superan su salario y soportando la falta de intimidad que implica vivir junto a desconocidos. Todo ello a sabiendas de estar abocado a marcharse de la isla, porque no se ve con ochenta años así.

Un bombero del aeropuerto que ha logrado plaza provisional en la isla y que, mientras le forman y espera a confirmarla para regresar a su tierra, afirma sentirse un poco marginado por esta situación (es el único). La ibicenca separada, de mediana edad, que trabaja limpiando un colegio y que tuvo que abandonar el estudio que tenía alquilado porque la subida que le exigía la propiedad resultaba inviable con su salario. Todas las semanas mueve su casa sobre ruedas para vaciar el depósito de aguas sucias en la fosa séptica de la finca de una amiga. Dice que no hay un sitio público adecuado para hacerlo.

Lo sorprendente del programa no es la radiografía social que esboza sobre Ibiza, provocada por esta fiebre del turismo de lujo que ha atraído a los buitres que especulan sin freno con la vivienda, contagiando su avaricia ciega al resto de propietarios. Lo que nos asombra es la adaptación de estas personas a su nueva realidad y la capacidad para ser felices, en unas condiciones que ellos mismos probablemente habrían rechazado hace años.

Todos estos ibicencos trasmiten una dignidad mucho mayor de la que pueden exhibir los habitantes de esos grandes casoplones, financiados a menudo a costa de esta infamia. Y lo más revelador: las palabras de ese bombero andaluz, de paso en la isla, cuando describe la frustración que experimentan sus compañeros locales ante la incapacidad de ofrecer una casa a sus hijos, mientras ven cómo se establecen en otros lugares, a través de un éxodo callado que poco a poco va dejando Ibiza sin ibicencos.

@xescuprats

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