A pie de isla

Haciendo cola

Algo que agota mi paciencia es esperar en una cola más allá de lo razonable. Sobre todo si hay pocas personas delante y algunas de ellas no valoran el tiempo de las demás al abusar de su turno innecesariamente. Pero donde se me hace más cuesta arriba es en las pescaderías y carnicerías de los súper, fatídicos lugares que ponen a prueba hasta al cristiano más abnegado.

De las ciento y pico colas diferentes que se me ocurren apuntándolas sesudamente en un listado de martirios patrios (soy máster del tema), son esas las que más se les atragantan a mis pies, ahí plantados, indefensos, frente a los mostradores. Todo por las costumbristas peculiaridades de cierto público a la hora de comprar, que luego detallaré.

Y no digamos en las charcuterías. Ahí convulsiono como los endemoniados que curó Jesús. Tan es así que es preferible sortear cualesquiera de dichas colas adquiriendo el producto que necesito en bandejas, lo que te libra de competir con el prójimo que tienes al lado en la fila, el típico aborigen de toda cola que se precie, fiel espejo siempre de ti mismo.

Sí, me esfuerzo día a día en evitar a toda costa esa clase de colas en las tiendas de alimentación. Sobre todo las de los mercados. Y no digamos de los pueblos. Pero a veces mi resistencia numantina se resquebraja. Fuerzas antiguas, poderosas y malignas anulan mi determinación. No se les ocurre tomar cuerpo en otra materia que en mi propio carro de la compra, así de prosaicas son a veces las criaturas del mal. Poseído aquel cual caballería luciferina, tira de mí arrastrándome a la fuerza, directo al kilómetro cero de los martirizantes mostradores de las charcuterías y demás. Por tanto, secuestrado por ese maldito trasto de ruedas chirriantes, de repente me veo en la fila atribulada de una maldita cola.

Digo también que a lo mejor será mi subconsciente el que maneja acaso tales carros a fin de variar de vez en cuando mi dieta y no me limite a cocinar lo que se embute en las bandejas. O para que me relacione con los demás y salga de mi autismo urbano de clase media. Mira, que aún será por mi bien la cosa.

Es verdad que podría no ser para tanto lo de estas dichosas colas. Al fin y al cabo, al coger tu numerito del ‘turnomatic’ cabe ausentarse unos minutos de estas. Te dices que te dará tiempo de comprar mientras las patatas, el aceite, la leche y el agua, además de hacer las paces por móvil con tu pareja. Pero cuando vuelves, los guarismos de la pantalla no han avanzado ni un cochino decimal, como si estuvieran esculpidos en granito. Así que podrías vaciar todo el súper si quisieras y daría igual, por delante de ti seguirías viendo el mismo cogote frente a tus ojos.

Hay que reconocer que los ‘turnomatics’ supusieron en su día un gran avance para domesticar el secular incivismo de los españoles. (España es un país de ‘colones’ profesionales, pues casi una mitad de sus habitantes reconoce haberse colado alguna vez). El ‘turnomatic’ ha sido para las colas lo que las rotondas para las carreteras. Si ambas soluciones venidas de Europa –‘turnomatics’ y rotondas− hubiesen existido ya en el pasado, nuestra guerra civil jamás habría tenido lugar.

Pero como ya he dicho,

los ‘turnomatics’ se estrellan contra cierto tipo de compradores, generalmente señoras entraditas en años. Aunque también los hay del otro sexo. A veces, durmiendo, de tanto que los he oído antes en las colas, sus voces se me entremezclan poniendo sonido cuadrafónico a mis pesadillas: «Y ahora los 50 gramos de salchichón que pasan del cuarto me los aparta en otra bolsita, para la merienda de mi nieta mayor… No, de ese jamón no, del otro. Espere, de aquel mejor, que no están los precios para darse alegrías. ¿A cuánto ha dicho que sale el kilo?… Sí, sí, mi hija pequeña se nos casa ya. ¡Cómo pasa el tiempo!… Ahora me va a poner un pollo entero y le voy a decir cómo quiero que me lo prepare… No sé dónde vamos a llegar con este calor…».

Eso sí, admiro la santa paciencia que muestran los empleados. Impertérritos, lo acatan todo sin pestañear. Su pericia impresiona también. En ocasiones, a tenor de lo que se les demanda, se asemejan más a cirujanos metidos en intervenciones complicadísimas. Como el otro día en un súper de Santa Eulària, donde la espera se me eternizó ad nauseam, ya que la única persona que despachaba en ese momento en la pescadería andaba concentrada a dos manos en un enorme pescado.

Comprendo que limpiar, eviscerar y filetear bichos de esos tiene su cosa, pero esto estaba a mitad de camino entre un bypass gástrico y una autopsia forense al uso, habida cuenta de las exigencias del cliente, puntilloso como él solo. Y encima le agregaba tareas sin cesar, para horror de los allí presentes, la cola en pleno, que me pidió −soberana de sus actos− justa venganza al enterarse de mi columna en este periódico. Y aquí estoy, blandiendo mi artículo recién forjado.

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