Cuidados

A las películas, como a los libros y a cualquier otra cosa que te haga sentir, no se llega tarde, sino cuando se debe. La instantaneidad a la que malvivimos sometidos lastra nuestra capacidad de gozo, y esa miopía que a veces deviene en ceguera impide que nos acerquemos a obras estrenadas o publicadas hace más de un año, e incluso un par de meses o tres. Es la tiranía de la inmediatez. La bobería de la novedad.

Pero en las últimas semanas mi vida ha sido lentificada por su propia finitud, sabia y cruel lección que he tenido que aprehender mientras el dolor iba ocupando un sitio que yo no le había dejado aún. Así, hace unos días, todavía embargada por la pena que ahoga hasta la asfixia en el tiempo inmediato a la muerte de un ser querido, vi ‘Alcarràs’, el filme con el que Carla Simón ganó el Oso de Oro en la Berlinale en febrero de 2022.

Creía, influida por el absurdo de la perfección, que no estaba en condiciones de valorarla, de apreciar sus bondades o advertir sus defectos. Me equivocaba. Cansada, aturdida por la aflicción, me dejé llevar, sin oponer resistencia, por su fotografía, cálida y realista; por sus diálogos, tan naturales como efectivos, nada efectistas; por la sencilla belleza de una historia personal, la de una familia, pero tan universal como los sentimientos que describe.

Porque todos tenemos un origen, unas raíces, un terruño que cultivamos aun sin quererlo y del que si nos separan es como si nos amputaran un miembro. Simón narra, con la desenvoltura de quien ha nacido para retratar a los demás, detrás de una cámara o delante de la pantalla de un ordenador, la nada que envuelve el todo que es la vida, el qué sucede cuando nada pasa.

«Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo. / Después de nada, o después de todo / supe que todo no era más que nada». Son versos de José Hierro, y a ellos llego, en su tierra cántabra, precisamente, gracias a alguien que es mucho más que una amiga y que desde la muerte de mi padre me ha procurado esos cuidados que al cuidador le cuesta tanto aceptar.

Qué difícil es cuidar, pero no es más fácil dejarse cuidar y querer bien. «Eso podía haberlo escrito yo», me dice L., con ese amor tan suyo, absoluto y tranquilo, incondicional. En este duelo, que deberé atravesar sola, estoy acompañada, pese a que a veces me regocije en mi soledad.

«Paz infinita y triste, / infinito silencio. / Algún día, lo juro, / soledad, soledad, sí, soledad». Lo escribe Idea Vilariño en su poema ‘Nada’, fechado en agosto de 1943. «Eres mi petricor», le digo a otra amiga generosa, que me manda mensajes deliberadamente espaciados en el tiempo para no importunarme en un luto que no por doloroso deja de ser necesario.

Este verano, sentada al lado de mi padre, en esas mestresiestas en las que yo bajaba del todo la persiana para aislarnos del calor, del sol y de la realidad, leí ‘Arboleda’ (Periférica, 2021), uno de esos mal llamados «libros de duelo». Su autora, Esther Kinsky, cuenta de forma profundamente evocadora y muy hermosa su periplo por Italia, un viaje que tenía planeado hacer con su compañero, M., recién fallecido. Con ella marché, visité pueblos y ciudades, conocí a gente, observé la vida que siempre se impone a la muerte, no al revés, y lo hice sin moverme de donde estaba, sin soltar siquiera la mano de mi padre moribundo. Entonces me di cuenta, en la quietud reinante, sólo rota por la respiración de ambos, de que mi corazón seguiría latiendo cuando el suyo se detuviera. Y así continuará, cuidado y querido.

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