Para Lilia

Hace días conocí la historia de una bebé de ocho meses que apareció en una playa de Tarragona. Ella y su familia salieron de Argelia cuatro meses atrás, rumbo a Baleares y hace poco encontraron su cuerpo sobre la arena. Algunos la confundieron con un muñeco abandonado y, desde entonces, no hago más que pensar en ella. La imagino a la deriva las noches de luna llena. Su soledad.

Pienso en su madre. En la ilusión que debió sentir al saber que estaba embarazada, en la primera vez que notó el movimiento en su barriga. En esa sensación de vida dentro de la propia vida que aparece cuando menos te lo esperas y te deja congelada. He imaginado el parto y el amamantamiento. He pensado en el vínculo con su bebé. En esa conexión que hace que te despiertes minutos antes de que lo hagan ellos y que hace que tus pechos saquen leche justo cuando tienen hambre. Me pregunto si la bebé debió ser una llorona nocturna, si descansaría en una cunita aparte o si la madre la acostaba junto a ella y la protegía con su cuerpo. Seguro que tenía grandes esperanzas puestas en su futuro.

Sólo la desesperación y el anhelo de una vida mejor te hace subir a una barca insegura y sin garantías. Solo la fuerza, el deseo por existir dignamente y la valentía hacen que te decidas a cruzar el Mediterráneo, a pasar largas noches húmedas, entre desconocidos y sin rumbo. Qué harías si supieras que donde vives no hay futuro para tu hija. Como madre la entiendo. Creo que todas las madres estamos unidas por un hilo de emociones que compartimos y reconocemos.

Reconocemos el instinto de protección. Escuché a una mujer africana contar que atravesó medio continente, se enfrentó a las mafias que trafican con vidas y cruzó el Estrecho de Gibraltar en balsa y a nado porque quería traer a su hijo con discapacidad intelectual a Europa. En su aldea le habían dado la espalda y sabía que, si se quedaba en su hogar, no habría opción de futuro. Y ella decidió empujar. No tenía miedo y era un derroche de poderío.

Reconocemos el esfuerzo para asegurar su bienestar y para que no les falte nada. Buscamos los mejores médicos, ahorramos para garantizar unos estudios, les acompañamos a las extraescolares, insistimos en el estudio, en que hagan deporte, se laven los dientes, coman bien, tengan buenas relaciones, no fumen, no se droguen. Reconocemos la ilusión. Por los retos superados, por el futuro, por el camino que seguirán. Reconocemos el miedo. Por si se sienten solos, por las amenazas, por si tienen amigos o por si están perdidos.

Los padres de la bebé también se ahogaron. Según Unicef, entre enero y junio, casi 300 niños han muerto en el mar intentando alcanzar la posibilidad de una vida digna. La diferencia entre ellos y nosotros es que nosotros, por azar, hemos nacido varios kilómetros al norte, en un lugar más seguro y con mayores posibilidades. Sólo eso. Una cuestión de kilómetros y de suerte. Como mínimo, merecen que les rindamos tributo. No sé el nombre de los padres, pero he sabido que la bebé se llamaba Lilia, un nombre de origen hebreo que significa ‘Dios es abundancia’. Un poco irónico, la verdad.

Suscríbete para seguir leyendo