Tribuna

La piedra del destino y otras circunstancias

Olga Merino

Olga Merino

Si fuera bruja o tuviera poderes sobrenaturales, en este preciso instante estaría concentrada removiendo el caldero con el fin de rescatar a William Shakespeare de entre la niebla de los muertos para sentarlo, hoy sábado, en un lugar privilegiado de la abadía de Westminster. «Dobla, dobla la zozobra; arde, fuego; hierve, olla». Daría mi insignificante reino por leer el domingo la crónica de la coronación de Carlos III, escrita por el bardo en su portátil y publicada a todo plan en The Times o The Guardian. La migaja de reino entregaría, incluso el caballo, de tenerlo, por analizar la ceremonia desde la mirada de Shakespeare, astuto observador de la vida, gran escrutador de la maquinaria del poder, de sus camarillas e intrigas infernales, y sobre todo de eso que llamamos conciencia humana. El alma en cueros, que el dramaturgo sabía repelar como nadie. ¿Qué se cocerá en la mente del monarca?, ¿en qué pensará el heredero de la dinastía Windsor? Me refiero al hombre desnudo, sin más, con la corona ceñida al fin en la cabeza, tras una larguísima espera, a los 73 años, alcanzado un recodo del camino en que tal vez preferiría abonar los rosales, meditar sobre el sentido de la vida, pintar acuarelas. La maravilla de observar una gota de pigmento azul regio mientras se disuelve en el agua.

En medio de tanta pompa, ceremoniosidad y circunstancia, de las que no pienso perder hebra, llama poderosamente la atención una piedra cargada de simbolismo y mitología, una roca de arenisca, de 152 kilos y las hechuras de un almohadón, que estará colocada debajo el trono. La ‘Piedra de la Coronación’, la llaman. También la ‘Piedra de Scone’ o la piedra del destino. La han trasladado expresamente desde Escocia, desde el castillo de Edimburgo, para la ceremonia, y enseguida volverá a su lugar custodiada por el Ejército. La historia de la roca se remonta a la época medieval, y dicen que en tiempos llevaba una placa metálica con la inscripción: «Mientras el destino juegue limpio, donde yazca esta piedra los escoceses reinarán».

Extraña leyenda la de la roca. Igual se trata de una mala traducción. ¿Jugar limpio el destino? Ni se lo plantea. A Shakespeare se le atribuye una frase al respecto, en el sentido de que es el destino el que baraja las cartas, pero somos nosotros quienes las jugamos. Cada ser humano es el amo de su vida, aunque las decisiones que tome pueden embarrarle la vereda. En la ficción, Macbeth y el rey Lear jugaron fatal sus cartas, por ambición desmedida, por egoísmo. A ver cómo se desempeña Carlos III en su baza.

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