Síguenos en redes sociales:

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

El púlpito

Daniel Martín

Adviento

Siempre nos provocan ternura aquellos que se dedican a los más desfavorecidos de nuestro mundo en cualquier ámbito. Vemos a voluntarios dando la vida en situaciones límites, por ejemplo, muchos que van a ayudar a Ucrania o muchos médicos y enfermeros que dan tiempo del que no tienen, o en el cuidado de ancianos, en la visita a los que están solos, en el acompañamiento a drogadictos… Mucha gente que nos empuja y nos recuerda a lo que estamos llamados como especie. De igual forma hay una verdad que trastoca a todo el que se acerca a la Iglesia: los misioneros. Llama poderosísimamente la atención, aquellos que dejan la comodidad de esta realidad, para marchar a una cultura, a una lengua, a una costumbre totalmente distinta, donde a veces las comodidades de nuestra sociedad escasean. Pero, curiosamente estos misioneros son una fuente constante de credibilidad y de conversión para la Iglesia. Han dado la vida, con todo lo que eso significa. Han sido testimonio y testigos de que el Dios de Jesucristo es el Dios de la humanidad, especialísimamente de la humanidad más perdida. Nuestra sociedad está plagada ambientes de un poder. La Iglesia, por suerte o por desgracia, también participa de este engranaje demasiado humano y mundano. No faltan aquellos a quienes se nos puede colar, como por una rendija de una ventana, el gélido frío del carrerismo, del clericalismo, del querer ser por encima de los demás. No faltan quienes conciben el Templo como un lugar de promoción. Por el contrario, gracias al santo testimonio de muchos valientes, nos damos cuenta de hasta dónde llega la Iglesia de Cristo. Nos llena de ánimo y nos empuja a seguir junto a aquellos que peor lo pasan. Pero la opción debe ser real, sana y duradera. Se nos percibirá más creíbles, más veraces y más hermanos. Descubrirán que el Evangelio se hace camino concreto de sus días, que lo esencialmente verdadero es el amor de Dios transmitido a todos, sin excepción. Eso sí, a todos desde abajo, como en Belén. Como en Navidad. Nadie pensaba que el Rey de Reyes, el Señor de los Señores, naciera en un portal. Nadie reservó bancos para el evento. No hubo invitaciones oficiales. No hubo medallas, ni nada que lucir. Hubo unos cuantos pastores, unos pocos pobres pastores que estaban de noche cuidando su rebaño. Desde el principio, desde el primer segundo, el Señor nos muestra la forma de hacerse humanidad. Con los últimos. En los últimos. Para todos. Feliz Adviento. Feliz preparación para encontrarnos con el Señor.

Daniel Martín | Sacerdote

Esta es una noticia premium. Si eres suscriptor pincha aquí.

Si quieres continuar leyendo hazte suscriptor desde aquí y descubre nuestras tarifas.