Diario de Ibiza

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A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

Una Atlántida de basuras

Está bien que busquemos nuestra redención en el mar. Mejor que en el río Jordán, las aguas predicadoras que adoctrinaron a nuestros padres en la fe de los profetas. El Jordán, tan embarrado y pedregoso, un cauce viejo y roído por tantos siglos de fatigas religiosas, ¿no fue acaso la primera ‘piscifactoría’ de fieles? Sin embargo, nuestra espiritualidad toma ahora torrentes alternativos al de los ríos bíblicos de los libros sagrados.

Con el mar podemos prescindir de intermediarios espirituales, llámense Juan el Bautista o el mismísimo Buda. Con estrenar a solas la primera ola mañanera del primer mar que tenemos a mano, nuestro Mediterráneo de toda la vida, suficiente. Y si es el que baña las Pitiusas, mejor que mejor; saldremos de sus playas tan purificados como sus propios habitantes, que tienen en el salitrado blanco de las casas de sus abuelos su genuina bandera.

El mar no deja de ser un espacio ilusorio en continua transformación de colores, luces y movimiento, al igual que las nubes, modelos que copian sus aguas con pinceladas marinas. Nos brindan todavía una imagen primigenia del mundo, salvo por el plástico, el barco o el bañista de turno que flotan en sus corrientes. Pocos lugares ponen en pie de paz nuestro espíritu como esas rizadas planicies inmensas de sal líquida donde comenzó la vida, lo que explica nuestra necesidad de horizontes marinos cuando zozobramos; en horas bajas siempre se vuelve al primer hogar.

Pero ojo, una cosa es que intentemos redimirnos en el mar rindiéndonos tanto física como espiritualmente a la transcendente sencillez de su belleza, y otra bien distinta obligarle a cargar con nuestras miserias.

El mar, de tan extenso, nos parece el lugar perfecto para deshacernos a escondidas de los desechos de nuestro consumo. Arrojamos un día una batería agotada de automóvil desde una barca o un acantilado, por citar un ejemplo entre millones, y en un abrir y cerrar de olas desaparece bajo las aguas como si nada. La impunidad es absoluta, ningún dedo humano ni divino nos señala. En el mar nunca hay dioses ni jueces a la deriva cerca observando nuestras fechorías. No hay crimen si nuestro delito parece un reflejo no más en el agua. Todo ha sido fugaz, a galope de espejismo esfumándose.

Pero sí hay penitencia, y mucha, cuando el mar nos devuelve sobre la playa parte de lo que le hemos echado a traición. Ahí quedan, desparramados sobre la arena, infinidad de metales desangrándose en su óxido mezclados con plásticos denegridos, vísceras todas del mundo que fabricamos −literal− para sobrevivir en el real de la manera más confortable posible.

Reducimos la imagen del mar a su superficie, todavía de aspecto presentable según dónde y cuándo, pero lo cierto es que gran parte de su poso lleva ya nuestros genes, los biológicos y los de nuestra cultura material. De tal suerte, que cimentamos nuestras propias ruinas industriales sobre el lecho marino. Bajo cada mar y océano de la tierra levantamos día a día una Atlántida entera en ruinas de basuras. No hay más que bucear para comprobarlo.

Cuando nuestra civilización desaparezca, será ahí, bajo las aguas, donde tendrán que rastrear nuestras huellas más lamentablemente perdurables. Perdurables, sí, pues el curso temporal de la basura es seguir siéndolo. También habrá entonces un Platón que especulará sobre nosotros, de aquella legendaria cultura hacedora de ingentes masas de residuos, suficientes para crear otro mundo en paralelo que acabó por hacer del genuino su satélite.

El crítico alemán George Simmel, en su ensayo titulado ‘Filosofía del paisaje’, nos dice que en la Antigüedad y el Medievo desconocían el ‘sentimiento’ del paisaje, no se le atribuía la espiritualidad que nosotros sí le concedemos desde la aparición de la pintura que lo retrata. ¿Pero para qué, me pregunto, si desde entonces no hemos cesado de desfigurarlo a base de añadir nuestros peores rasgos?

Los paisajes submarinos, los últimos de la tierra en mantenerse intactos, también están cayendo. Algunos de los del litoral parecen ya meros solares urbanos. Su condición marina solo queda acreditada por el volumen de agua que los cubre, amén de algún que otro pez despistado que los visita por error.

Quienes sí los han visitado conscientemente han sido un puñado de buzos a fin de intentar restituirles su antigua condición biológica de lechos marinos. Ha ocurrido aquí, en Ibiza hace pocos días, en una jornada de limpieza del mar. Compitieron entre sí para retirar el mayor número de residuos sólidos. Más de 100 kilos de una tacada. Plásticos, botellas de vidrio, material de obra (bloques de hormigón y ladrillos) y metales de todo tipo, suficientes para levantar una torre Eiffel bastarda. También dieron con algún que otro ‘exbien’ de consumo entero, como pueda ser un carrito de super, un coche de bebé o un monitor de ordenador.

Un gesto heroico y encomiable el de estos voluntariosos buceadores, pero no obstante lo cierto es que esa Atlántida de basuras seguirá creciendo imparable, en la isla y en cualquier otro litoral.

No sé a ciencia cierta quiénes eran los antiguos atlantes. Lo que sí sé es que los de las basuras somos cada uno de nosotros.

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