Diario de Ibiza

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Andrés Ferrer Taberner

A pie de isla

Andrés Ferrer Taberner

En chanclas

Cada verano miles de visitantes se desparraman en chancla viva dispuestos a consumir a todo trapo lo más glamuroso y turístico de Ibiza con la menor ropa posible, empezando por los pies. Media isla chancletea sin parar a partir de entonces, un retumbo de suelas de goma chocando contra aceras, paseos y playas en incesante percusión de pasos hambrientos de ocio.

Para qué guardar las chanclas en la maleta si lo suyo para muchos de ellos ya es desembarcar de los aviones calzados con estas. Eso sí, a riesgo de acabar en la siguiente viñeta llevándolas medio colgando del dedo gordo por las prisas de pillar taxi con la ‘trolley’ y el selfi a cuestas. Con lo cual, taxi no sé, pero ambulancia al hospital Can Misses, seguro.

No parece importar que no pocos de esos visitantes terminen de tobillo para abajo hechos un cristo con el filo cortante de las rocas al bañarse con chanclas en calas con acantilados. Y eso por no mencionar los erizos de mar, con su falange de púas, a cual más puñetera si se clava en la despistada carne que las pisa.

Igual da, perseveran en este seudocalzado hasta en el mar, pensando los muy ilusos que la moda también ejerce un influjo protector sobre el que la usa. A la primera de cambio, las chanclas huyen de los pies poniéndose a salvo, ganando la orilla a lomos de una ola, las muy surferas e hijas de Satanás, por lo que dejan a sus indefensos amos solos y atolondrados ante el peligro.

Por mucho que a estas sordas gentes ‘enchacletadas’ se les predique una vez más la ‘buena antigua’, que no la ‘buena nueva’, de que en las costas ibicencas −con la salvedad de contadas playas− lo propio son las cangrejeras, no apostatan de las chanclas ni aunque sus pies sufran todas las condenas de los mares y algún que otro pantano, que son muchas y malévolas. Y si no que se lo pregunten a los socorristas cada verano.

Especial riesgo les aguarda a los más suicidas si encima me van en moto con ellas puestas, dejando sus pies más desamparados que una tortuga sin concha. Siempre recordaré lo que le ocurrió hace años a una chica italiana que circulaba de esa guisa por Formentera en un ‘motorino’ alquilado.

Sucedió que perdió el control y se salió de la estrecha carretera, colisionando en paralelo con una cerca de piedra, tan abundantes allí. Regueros de sangre y de dedos de pie (con uñas pintadas de azul, nunca olvidaré ese detalle) quedaron esparcidos por el suelo. Lo recuerdo bien todo porque cuando circulas en bicicleta, como iba yo aquella mañana justo detrás de la accidentada, puedes rozar casi cada cosa que hueles y ves de cuanto te envuelve mientras pedaleas, como si pudieras gozar de más sentidos de los que por derecho biológico te corresponden. Ese maldito día se tiñeron todos de rojo.

Confieso, por otra parte, que hay chanclas que lucen lo suyo, y están bien durante un rato. Además, hasta tienen su lírica. «Suelas que abrazan», nos evoca la escritora Isabel Bono al referirse a ellas. Aun así, es calzado apropiado no más que para salir de la ducha o ir a una playa y no moverse en exceso.

Ah, se me olvidaba, también para hacer puntería. De niño recuerdo que no pocas madres españolas gustaban ir a chancletazo limpio con sus hijos desobedientes. Tuve entonces un compañero de pupitre en el colegio, campeón en su casa en toda suerte de gamberradas, cuya madre, según me relataba él más con gestos de cine mudo que palabras, era la plusmarquista de tiro con chancla de su barrio, una artillera temible. Acertaba siempre, no le pasaba una al crío. Si lo pillaba in fraganti, sus chanclas surcaban una tras otra el aire con total precisión balística hasta dar con el lomo del transgresor, carne de su carne. Me explicaba, con más delirio que fundamento, que su señora madre debía su puntería a un anillo con ‘pedrusco’ engastado que le servía de punto de mira en un dedo de la mano. No se lo quitaba ni para dormir. Había sido regalo de su rendido esposo cuando la buena mujer hubo alumbrado a su octavo bebé, que no el último.

Resumiendo, las chanclas hacen su papel pero su uso sin descanso en verano acarrea serios reveses, además de ser plaga: esguinces, infecciones, hongos, fascitis plantar… Ah, y tendinitis de muñeca si se le coge el gusto de lanzarlas en exceso contra el prójimo.

Lo llamativo, y aquí va el dato curioso para que haya de todo, es que las chanclas derivan de las zori, un calzado japonés manufacturado con materiales naturales que se lucía con kimono. Al acabar la Segunda Guerra Mundial algunos soldados norteamericanos se las llevaron consigo como souvenir para darle una alegría a la novia. La industria de la moda norteamericana hizo el resto, por lo que Japón consiguió desquitarse con los yanquis con este regalo envenenado que al final se extendió por todo el mundo. En verdad, hay venganzas terribles que acaban por descontrolarse.

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