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El hombre que vio al alemán

Ahora mismo debería estar escribiendo sobre legalidad vigente, alegalidad social y demagogia emocional. Han pensado bien… los quioscos o chiringuitos de Formentera. Pero hay prioridades en la escala de valores de este escribidor de miércoles a miércoles. Lo dejaremos para la semana de resurrección, porque la de pasión es demasiado evidente.

Hoy toca escribir o escribirle, no se cuál es el término exacto, porque en el fondo sigue siendo Pep de Can Jaume des Camp ‘aquí presente’. Vaya racha llevamos en la Mola. Como es Semana Santa podríamos pedir lo de Cristo en la cruz, «haz que pase de mí este cáliz de dolor» cuentan las escrituras. Pero la naturaleza o la vida casi siempre es esquiva con los deseos colectivos.

Pep pasará a la historia de la Mola con letras en mayúscula porque cumplió un centenar de años (convulsos y plácidos según los periodos), porque fue (subjetivo del que escribe) marido y compañero de Margalida (no tengo palabras para describir su alma llena de bondad y espíritu de sacrificio), porque jugaba sábados, domingos y fiestas de guardar a la butifarra con cara y hechuras de experto (fruncía el ceño a cada mala jugada propia o ajena), porque tenía alma de pícaro incorregible (en el mejor de los sentidos de esta palabra, dejémoslo ahí).

Si me preguntan, era esa mirada con picardía con la que distinguía la belleza. Porque fue ‘el hombre que vio al alemán’. Historia verídica que aparece en las hemerotecas y en el libro de Pepo Rubio con todo detalle. Pero es que además él lo contaba con ánimo de actor de carácter cercano a la socarronería inglesa. Todo esto está muy bien para que generaciones futuras estudien a este personaje de novela costumbrista (tengo que revisar los ‘Episodios Nacionales’ de Galdós por si ya aparece en ellos) convertido en un icono de la Mola. Lo cierto es que lo más impresionante de Pep de Can Jaume des Camp fue su simbiosis con el mar que dominaba desde su silla en la mesa de comer, cerca de los fogones donde Margalida cocinaba, o desde su barca cualquier primero de septiembre peleando con los cientos de raors que acababan en la mesa propia o de los allegados. Recuerdo aquel día que me confesó que la casa donde habitaba se construyó pensando en ver el mar. Ficción o realidad, nadie le puede negar a este hombre, que un día ‘vio al alemán’, la huella que ha dejado en quienes él quiso, o en nosotros, que tuvimos la suerte de conocerle.

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