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De la increíble estupidez

Aunque mi compromiso en estas notas es tocar únicamente temas que afecten a las islas, me incomoda guardar silencio ante la demente salvajada de Putin en Ucraïna, aunque lo que podamos decir no sirva de nada. La impresión que uno tiene es que en esto del poder y de las guerras no hemos salido de la Edad Media. A estas alturas, bien entrado ya el siglo XXI, las ideologías, nacionalidades, fronteras, banderas, himnos, religiones y patrias, tendrían que ser mera arqueología, historias del pasado que deberían haber quedado hace ya tiempo en los manuales para que, nunca jamás, el ser humano –que es el mismo en Formentera que en Tegucigalpa-, cayera en la tentación de querer imponer su locura y su exclusivo criterio.

Hace ya muchos años, en los 40 del siglo pasado, Albert Camus, entonces redactor jefe de Combat, un periódico clandestino, -cansado y testigo de la guerra de Argelia, de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial-, ya abogaba en los editoriales del rotativo por una democracia internacional donde una ley universal estuviera por encima de los gobernantes y advertía de que estas crisis desgarradoras que se repiten aquí y allá, deberían solucionarse a escala mundial.

Uno se pregunta a qué viene este absurdo afán colonizador, imperialista y depredador, este empeño incomprensible de dominio y de imponerse a los demás por la fuerza, como si estuviéramos en los tiempos de Alejandro, Genguis Kan o Napoleón. Con los miles de millones que consumen todos los ejércitos en armas –cada país con sus mortíferos juguetes- se podría alimentar a toda la humanidad y crear un progreso planetario igualitario y compartido. De Thomas Hobbes es la terrible frase homo homini lupus. Y el infierno son los otros es de Sartre. Nada nuevo. Como si fuera una premonitoria advertencia, la Biblia ya arranca con un fratricidio. Me pregunto por qué demonios no podemos entendernos.

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