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Josep Maria Fonalleras

Merkel y esa mirada de Putin

Reducir una guerra a la figura siniestra de un psicópata que busca satisfacer su ego o enaltecer una ideología infame es un análisis demasiado sencillo para justificar atrocidades. Deberíamos saber, a estas alturas, que las guerras responden a estrategias tan perversas como la del hombre solo, ensimismado en un poder omnívoro, pero mucho más obtusas, fruto de intereses económicos, de oscuras pretensiones patrióticas, de reivindicaciones históricas atávicas y dudosas, o de afanes imperialistas, económicos al fin. Sin embargo, no hay que descartar la influencia de la superficie (el Mal personificado, que tiende a la caricatura, de tanta maldad como acumula) en el fondo del asunto. Recuerdo la escena en la que Putin, en un encuentro en la residencia de verano de Sochi con Angela Merkel, hizo entrar en la sala a un enorme labrador negro de nombre Koni. El perro se acercó a Merkel, que los teme, y la lamió y, como se ve en las fotos, la asustó. Mientras, la mirada de Putin. Satisfecha, tenebrosa, belicosa, pérfida. Más allá de la mala jugada protocolaria, el afán y la conciencia de haber infligido el dolor. Una mente así no explica una guerra, pero también está, en la guerra, esa mirada.

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