Lo que acaba de suceder en Catalunya es el paso más decidido en el desmontaje del procés: la unidad del independentismo deja de estar por encima de las divergencias políticas propias de una sociedad dividida en clases. Es decir, se ha cuarteado al fin la premisa que ha venido dominando la política catalana desde hace ya muchos años, gestada a partir de las grandes movilizaciones soberanistas de hace casi una década. Todo movimiento secesionista es a la vez absolutista, en la medida en que somete a un objetivo absoluto las otras pretensiones de los partidos que lo integran, que se vuelven relativas: he ahí su fuerza. Aunque el dogma fuera ya casi un decorado de cartón-piedra, una vez roto en el debate de los presupuestos de la Generalitat, que marcan la política real, el proceso de normalización de Catalunya podría ser imparable (si no lo estropean los patriotas de lado y lado).
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