Una pantera negra se puede pasar horas y horas sesteando, a lo sumo con un rugido de aviso entre siesta y siesta, pero sabe que llegado un momento tiene que salir a matar. No solo hay buenas razones alimentarias, para sí y para la prole, sino que está en juego nada menos que su poder en el territorio. Sin embargo, su actuar en esos momentos tiene que ser igual de silencioso que entre cacería y cacería. Lo que hace más aterradoras las razones del poder es que no se conozcan esas razones: a ser posible que ni siquiera sus víctimas estén del todo seguras de los motivos verdaderos de su muerte; de ese modo el terror cubre un espectro más amplio. No es un miedo inútil, nunca lo es el que infunde el poder: la selva, tan enemiga de la anomia como un pulcro jurista, en el fondo agradece que una vez más se cumplan sus leyes. Un presidente sin instinto homicida no es nadie.
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