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Jorge Fauró

Violencia de género, más víctimas que ETA

Los años del plomo. Había semanas en que ETA salía a atentado diario y años en que la media alcanzaba casi dos muertos cada siete días. 1980 fue especialmente dramático, el más trágico en la repugnante espiral de locura en que cayó la banda terrorista: 98 familias enterraron aquel año a alguno de los suyos. Empresarios, militares, policías, guardias civiles, hosteleros, taxistas, niños, funcionarios, soldadores, chapistas, jubilados, profesores, abogados, peluqueros, camioneros. Nadie estaba a salvo de acabar en el nicho o en el interior de un zulo.

Aquellas matanzas continuaron o vinieron precedidas de años igualmente terribles. 76 muertos en 1979, 66 en el 78, 52 en el 87, 46 en el 91 y 23 en 2000, por citar los más sangrientos. Más de medio siglo duró todo aquello y los rescoldos de aquel fuego aún chisporrotean en muchos pueblos de Euskadi. España salía a la calle en manifestación y con cada entierro se producía una declaración institucional; minutos de silencio que acabaron convertidos en horas y que al final sumaron semanas; las televisiones conectaban con el Palacio de la Moncloa para ofrecer en directo la declaración del presidente y en más de una ocasión las cámaras se desplazaron hasta la Zarzuela para emitir la condena del jefe del Estado. Concentraciones de repulsa y creación de oenegés. En algún momento llegamos a acostumbrarnos. El hábito no es más que la inanidad contra la barbarie, pero cuanto más golpeaba ETA, mayor era el clamor de la sociedad contra aquel sinsentido sangriento. A pesar de la “costumbre”, cualquier asesinato acababa sobrecogiéndonos, por más que el duelo duraba lo que duraba hasta que se producía el siguiente atentado.

No hay acuerdo en la cifra, pero la horquilla de muertos de ETA bascula, según las fuentes, entre los 829 y los 864 de 1968 a 2018, en que la banda anunció su disolución. Estos días, cinco mujeres, un niño de siete años y otro que venía en camino han muerto en menos de una semana a manos de sus parejas o exparejas. Ha ocurrido en Asturias, Mallorca, Cataluña y Zaragoza. En lo que va de año, la escalada de asesinatos machistas suma ya 14 mujeres y dos menores. En 2020, la cifra de asesinadas fue de 43, tres menos que los muertos de ETA en el 91 y 20 más que las vidas segadas por el terrorismo de la banda en 2000. Los crímenes machistas comenzaron a contabilizarse en España en 2003. Con los de estos días suman 1.090. Y sólo han pasado 17 años.

Lo peligroso, decía antes, es la costumbre. Más allá de las habituales concentraciones de condena y los tristemente tradicionales minutos de silencio, no hay constancia de manifestaciones en las grandes ciudades de España. Las televisiones no han interrumpido su programación para dar paso a la declaración institucional del presidente del Gobierno o del jefe del Estado. Imaginemos ahora que esas cinco mujeres hubieran sido víctimas del terrorismo. Cinco muertos en menos de una semana por efecto de los coches bomba o el tiro en la nuca. Imaginemos. La universalización del horror ha llegado al punto de ponme una caña, chaval, que ando con prisa.

Algunos pensarán que la comparación entre las muertes por causa de género y los asesinatos de ETA son un ejercicio de demagogia. Bienvenida sea. Contra ambas clases de crímenes no hay otro posicionamiento que no deba exponerse desde la radicalidad. Tolerancia cero. Hay más machistas condenados por violencia de género que terroristas hubo jamás en España.

Con ETA se acabó por la vía de la negociación y el hartazgo ciudadano cuando la sociedad en la que germinó aquella banda de matones comenzó a rebelarse, aunque fuera en silencio, por la vía del rechazo o de la reconciliación entre los dos bandos. Con la violencia de género falta más pacto de Estado y sobra alguna declaración altisonante, pero hay consenso en la repulsa, desde la denuncia ciudadana hasta el 016 o el escarnio público en la puerta de los juzgados. Sin embargo, contra esos criminales no cabe negociación. Su terrorismo se labra en silencio, a lo largo del tiempo, en el interior de los hogares, en presencia de hijos que callan por miedo o por la incomprensión propia de la edad de la inocencia. La mayoría de esas mujeres son anónimas y solo están bajo los focos cuando ya es irremediable. No todas las víctimas tienen la oportunidad de contar su caso en horario de máxima audiencia. Se empieza por la solidaridad y se acaba cuestionando la socialización del drama.

Las mujeres llevan siglos sufriendo los años del plomo y del acero. No podemos no sobrecogernos cuando ocurre una fatalidad, no podemos no indignarnos, sentir vergüenza y rabia con cada mujer asesinada. Si acabamos acostumbrándonos, si no pasa nada, si ningún mandatario sale por televisión para solemnizar y rendir homenaje a cinco mujeres asesinadas en seis días, significa que estamos muy lejos de atajar el problema y muy cerca de contar los días hasta que volvamos a escuchar que han matado a otra. Y más solas se sentirán quienes cargan con el sufrimiento. Nunca un drama mereció menos ser cantinela.

@jorgefauro

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