Hubo un tiempo en que nadie luchaba contra molinos de viento. En el que un caballo de Troya no era más que un corcel que retozaba alegremente por la colina de Hisarlik y don Juan era sólo el nombre de un varón. Hubo una época en la que «alohomora» no significaba absolutamente nada, en la que era posible ver una calavera sin que el cerebro recitara de forma automática «ser o no ser...», en la que nadie se tatuaba las siete letras de Macondo en la cara interna de la muñeca y en la que sólo las personas de ciencias sabían a cuántos grados Farenheit arde el papel. Hubo una era en la que aún no existían Atticus Finch, Escarlata o’Hara, Holden Caulfield, Celie, Edmond Dantés, Anna Karenina, Phileas Fogg, Miss Marple, Gregor Samsa ni Lizzy Bennet. Hubo un tiempo en que era imposible navegar estando en tierra, viajar al Antiguo Egipto sin una máquina del tiempo, lucir una cota de malla yendo en camisón, bajar al infierno sin tener que morir, pegarse a un monstruo y salir indemne, enamorarse y no acabar con el corazón hecho trizas y descubrir el sexo sin roce alguno de piel ajena. Hubo un tiempo en el que no había libros. Feliç Sant Jordi!
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