La penúltima gran afrenta de la pandemia, la de la mascarilla, da la impresión de ser más cosa del fuero que del huevo. Visto lo que ya se sabe sobre las vías de contagio y lo mucho que puede volar un virus hasta metérsenos, por simple sentido común, haya ley o no, un buen ciudadano debería llevar mascarilla excepto en casa con su familia estricta. El pasado verano me la ponía en la arena, salvo para bañarme, y disfruté de la playa como siempre. Cuando voy al monte, en general por rutas poco frecuentadas, me la pongo también en cuanto oigo voz humana (ahora la llevaré siempre) y puedo asegurar que se respira. No me parece lógico cruzarme con un grupo bufando por el esfuerzo ellos o yo y sin mascarilla. Así que es una guerra tonta, o sea, de afirmación del ego, como casi todas. Digo tonta porque en el hospital el ego se deja a la puerta, y en el tanatorio ya no hay ego ni fuero.
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