Hay dos cosas que me preocupan especialmente en el desarrollo de la pandemia por el malnacido Covid-19. La primera es la situación de la sanidad, después del caos de marzo, abril, mayo y junio y de los llantos desesperados y las promesas 'sinceras' de los responsables de lo público para dotarla de medios. Con la segunda ola (tsunami, diría yo) de contagios encima, los sanitarios advierten de que se necesitan más médicos y medios de protección. Nadie se acuerda ya de los aplausos en los balcones, las loas a la labor del personal sanitario y las vestiduras que nos rasgamos por el estado de la sanidad en general. Ahora que todo se repite, nos damos cuenta de la inutilidad de la clase política. La segunda cuestión es que resulta que la apertura de las islas al mundo no ha provocado una avalancha de casos, como cualquiera con dos dedos de frente podría haber aventurado (y otros con un solo dedo, como el menda). Como con la basura, la cosecha de contagios es esencialmente local. No nos hacen falta turistas para tener las calles y las playas saturadas de basura y tampoco les necesitamos para disparar el número de contagios. Para eso somos autosuficientes, un prodigio de sociedad. Ya no tenemos que buscar a los guarros y a los incívicos entre quienes nos visitan. Llevamos la insolidaridad en los genes, somos una sociedad de plañideros. Y encima hemos sido incapaces de poner en marcha una iniciativa publicitaria y diplomática decente para intentar apaciguar a los mercados emisores de turistas. Y luego lloramos porque la mitad de Europa nos cierra sus fronteras...