Si Curro Jiménez volviera a las andadas pensaría que existe mucho intrusismo en su profesión. Alarmado por ver tantas personas tapándose la cara deduciría que todo el mundo se ha 'echado al monte' rebelándose contra el orden establecido en busca de independencia y libertad. La vida tiene curiosas paradojas porque llevar la mascarilla hoy en día significa todo lo contrario: obediencia y acatamiento a las normas, prevención ante la calamidad y miedo? mucho miedo. Curro Jiménez era valeroso y todo un caballero, tanto era así que en muchas ocasiones se abstenía de llevar pañuelo en la boca y no se avergonzaba de ser el gran bandolero que fue ni de mostrar su identidad. Tenía claros sus principios en defensa de los más desfavorecidos y la gente humilde. Hoy en día nos tapamos la parte libre de la cara que dejaba 'el Zorro', otro justiciero a quien le valía el antifaz y el sombrero para ocultar su identidad, pero nosotros no pretendemos ocultarnos, pretendemos protegernos contra un virus invisible que nos sobrevuela como una espada de Damocles para amenazar nuestra actual forma de vida. Andamos cubiertos de fosas nasales para abajo, sumándole en muchas ocasiones las gafas de sol, con lo que andamos convertidos en fantasmales ' mariol·los' escapados de un extraño carnaval que se alarga en el tiempo hasta el caluroso verano. Y es que podríamos pensar que la ocultación que vivimos también sirve para ocultar nuestra identidad, aunque lejos del espíritu trasgresor del carnaval, la máscara nos aliena, nos convierte en portadores y representantes del temor por la enfermedad, el temor por perder la libertad y el temor por desprendernos de los privilegios adquiridos.

Curiosamente este panorama se convierte en terreno abonado para aquellos que sí pretenden ocultar su identidad, aquellos bandidos cotidianos que hoy van a cruzarse con nosotros sin ser reconocidos, aquellos que tienen algo que ocultar y necesitan pasar desapercibidos para seguir haciendo sus fechorías. Más de uno podría pensar que ahora estamos más desprotegidos que antes, ya que con la mascarilla no se detecta a la persona, quedando expuestos a algún ataque malintencionado del cual sea difícil poder identificar a los culpables. Quien tenga un teléfono móvil con reconocimiento facial sabe que los algoritmos actuales tienen muchas dificultades para reconocer caras con mascarilla incluida, algo extensible a las cámaras de seguridad de aeropuertos o estaciones de tren y autobús.

Me cuesta imaginar la vida de alguien con mascarilla tras el 11-S, donde la obsesión por la seguridad era máxima y llevar turbante y barba ya significaba ser sospechoso. Entonces llevar mascarilla hubiera sido un problema por los excesivos controles de identidad que se impusieron, cuando hoy, con la obligatoriedad de llevarla puesta, se prioriza la seguridad sanitaria por encima del hecho de comprobar la identidad de las personas y con ello la posibilidad que puedan circular libremente sujetos con antecedentes peligrosos. Aunque este es un tema que parece relegado a un segundo plano como si el tipo de seguridad que se nos debe garantizar fuera una cuestión de modas pasajeras, expuestos a las prioridades del momento que desatiendan otras formas de protección. Aun así, puestos a proteger nuestra salud e incluir prohibiciones a nuestra libertad, podría hacerse extensivo a otras cuestiones que afectan a la salud pública tales como la contaminación ambiental donde no parece existir tanto celo a la hora de limitar acciones contraproducentes. Sea como fuere, protegernos de este virus significa mirar más allá e incidir en las causas que lo provocaron y que pueden ser el origen de nuevas pandemias. Por tanto hace falta una política común y no tan sólo actuaciones locales que siempre nos dejarán expuestos a que la amenaza siga viva.