Uno tiene la impresión de que, en cierta manera, las islas están fuera del mundo y, para bien y para mal, en ellas no se viven las cosas de la misma manera. Así ha sido en esta pandemia que, por motivos obvios, ha sido mucho más grave en ciudades de un cierto tamaño, con más población y hacinamiento. Y lo ha sido, sobre todo, en las residencias de ancianos. Lo que ha sucedido con nuestros mayores es inasumible y, sin embargo, parece que se nos quiere vender como si hubiera cierta lógica en ello. En la residencia de Monte Hermoso (Madrid), de 130 residentes fallecieron 48 ancianos en 72 horas. Y en la Fundación Helder de Tomelloso (Ciudad Real), de 155 han fallecido 50. Más de 19.000 ancianos -19.000, conviene repetirlo- nos han dejado sin la asistencia que necesitaban. Es cierto que las residencias no estaban preparadas para afrontar el problema, pero tampoco lo estaban los hospitales. Vivíamos excesivamente confiados y desprevenidos.

Y luego hemos conocido un hecho hiriente y especialmente grave, el triaje. El diccionario lo define como el cribado que separa el grano de la paja, lo que en términos sanitarios es aberrante: la paja son los ancianos. Cuando en la UCI de un hospital sólo queda una cama libre y hay dos ingresos críticos, uno de 79 años y otro de 40, el de más edad se queda fuera. ¿Tiene sentido pedirle a un médico que tome una decisión así? Tenemos un personal sanitario formidable, pero que no necesita aplausos, necesita medios.

¿Habrán servido estas muertes injustas para que tengamos las UCI que necesitamos, para que todo el personal que trabaja en la Sanidad tenga las retribuciones que merece y exige su tremenda responsabilidad, para que disponga de todo del material que precisa? ¿Servirá para que las residencias se conviertan en centros sociosanitarios medicalizados? Lo que ha sucedido es de una gravedad extrema que sorprendentemente digerimos. Tenemos que cambiar los aplausos por la indignación, por la exigencia a las administraciones. Una pandemia puede volver a producirse, pero no puede volver a cogernos en la higuera. La improvisación tiene un precio que no podemos volver a pagar.