Son poco más de las ocho de la mañana y seis personas aguardan frente a Can Vadell. Envueltos en ese olor a pan de siempre. Tranquilos. Pasando el peso del cuerpo de un pie al otro. Se sonríen a través de los subjetivos dos metros que marca la distancia de seguridad. Se saludan. Algunos aprovechan para ponerse al día. El no trabajo. La soledad. Las aficiones descubiertas. Ese jersey, símbolo de la comodidad casera, que tras 45 días amenaza con desintegrarse... Un hombre y su pequinés pasan frente a ellos. Dan los buenos días. El hombre pregunta si todos están bien. Levanta el brazo y saluda, a través del cristal, al cliente que acaba de pagar. Remolonea para esperarle. Tomaban café juntos y echaban un par de partidas a las cartas todos los días en un bar del barrio. Ahora cruzan cuatro palabras y un gesto cuando la casualidad quiere que se tropiecen.

Una calle más al norte, Rita despacha boquerones y salmonetes en su puesto del Mercat Nou. Mientras limpia un par de calamares pregunta a la clienta cómo está, cómo lo lleva, cómo lo ve... Otra compradora llega al puesto. Sus palabras tardan tres nanosegundos en sumarse a la conversación. Echa de menos a sus nietas, ha aprendido a cocinar cuscús, se ha iniciado en el patchwork tras quedarse sin lana, teme no trabajar este verano... Vicent, librero, despacha la prensa. Le piden que envuelva un libro para regalo. Sus guantes y el celo no se llevan bien. Saltan las risas. Se contagian a quien espera en la puerta para comprar un diario. La risa enhebra la charla. Cómo están, cómo lo llevan, cómo lo ven... Benditas colas, nuevos bares.