En febrero celebré, varias veces, mi cumpleaños. Una en la isla, en un chiringuito de playa con un sol increíble en pleno invierno y con un montón de queridas amigas. Y otra en Barcelona, con mis amigas de toda la vida, en la terraza de un restaurante con unas vistas espectaculares y otro día primaveral. En ese viaje a mi ciudad, visité a mi madre, compartí casa con mi hija y me zampé una deliciosa mariscada con mi padre. Lo que suelo hacer (a excepción de la opípara comida) cuando vuelvo a Barcelona. Lo normal, vamos. Ni en mis peores pesadillas podía imaginar que aquellos días de febrero parecerían ahora tan lejanos. Ya solo hablo con mi padre y a mi hija a través de la pantalla. A mi madre, ingresada en una residencia, he podido verla gracias a la dirección del centro, que grabó un precioso vídeo con los mayores al ritmo de 'Resistiré' (con el que lloré a mares) y otro día por Skype. El coronavirus del que hacíamos chistes al principio, cuando nos parecía que Wuhan estaba muy lejos, nos ha cambiado la vida, y de qué manera, en unas semanas. Ahora, solo un mes después de aquel febrero soleado, añoro los momentos maravillosos que viví sin darles la trascendencia que ahora cobran. Siempre he valorado el contacto físico con los demás, hipersociable como soy, pero hoy mataría por compartir ni que fuera unos minutos con toda la gente a la que quiero... ¡Vaya, se me ha metido algo en un ojo!