El costurero que tengo había sido de mi madre. A mi madre no le gustaba coser, pero cuando lo hacía, lo hacía bien. Ella me enseñó lo básico. Lo justo para apañarme ante un roto o un descosido, como en el dicho. Recuerdo que mientras ella cosía algún botón caído, o subía el largo de una falda, yo le ordenaba el costurero. Las agujas juntas, los alfileres en una cajita, enrollaba bien los hilos, los organizaba por colores. Me encantaba hacerlo. Además en esos ratos me contaba historias de su vida. Historias que me parecían películas.

Sería por estar cosiendo, pero era habitual que me describiera, con todo detalle, vestidos que había tenido. A mí me parecía verlos. Había uno azul marino con lunarcitos blancos: «de talle ajustado», decía llevándose las dos manos a la cintura. «De la cinturilla salía una falda de vuelo. Ese era el favorito de tu padre. Con ese le enamoré», decía sonriendo. «Tenía una tela con muy buena caída». Yo la imaginaba andando con aquel vestido moviéndose al viento, a cámara lenta. Tan guapa. Y a mi padre embelesado viéndola aparecer. De película.

A veces, en esos ratos de costura, estaba con nosotras mi tía Teri, una de las hermanas de mi madre. A ella, de jovencita, la apuntaron a un curso de corte y confección y como odiaba coser nunca perdonó que la obligaran a hacerlo. El caso es que Teri, aunque nunca se dedicó a la costura, se tomó muy en serio lo aprendido y eso hacía que coser con ella fuera un follón. «¡Pero mujer! ¿Cómo coses sin haber hilvanado antes?», decía horrorizada. Mi madre, ya digo que cosía bien, pero sin florituras. Si era poco lo que había que coser, iba doblando e iba cosiendo. Para Teri aquello era un crimen. Primero había que medir, poner alfileres, hilvanar y finalmente, cuando todo estaba perfecto, coser. Un proceso muy largo para mi madre, que era más de dicho y hecho.

En esos ratos, además de ir discutiendo entre ellas sobre la costura, solían reír a carcajadas recordando anécdotas. Anécdotas que con los años fui sabiendo de memoria y aún así era imposible no reír al escucharlas. Como si con la repetición aumentara la gracia. Incluso llegaba a pedirles que contaran alguna. Así como se le pide a alguien que cante una canción: «Mamá, cuenta la de la bofetada que le dio Teri a Nieves». Y ahí ya les daba la risa y contaban la historia entre las dos, haciendo hueco para hablar, apartando carcajadas.

Así podíamos pasar una tarde entera. Con el costurero abierto en medio de la mesa como si fuera una caja de bombones. Mientras cosían historias e hilvanaban anécdotas, yo iba aprendiendo de ellas. Fui conociendo a la familia que ya no estaba, a tías abuelas que jamás vi. A tíos lejanos, a primas segundas, a bisabuelos. Siempre entre risas. Ninguna historia, ni la más triste de todas, se salvaba de algún detalle que las hiciera reír. Como si el pasado sólo mereciera la pena ser recordado si te va a hacer feliz.

Es por eso que guardo el costurero con tanto amor. Dentro están mezclados, agujas y risas, hilos de colores con escenas en blanco y negro. Hay botones dispares y alfileres en cajitas. Dedales que han protegido muchos dedos y que ahora protegen los míos. Y es que ahora soy yo la que debe seguir llenando el costurero de recuerdos. Como, por ejemplo, éste que hoy cuento.