Este verano he tenido la oportunidad de visitar a un amigo ibicenco que se ha establecido en Menorca. Cuando dejó la isla, puso en venta un minúsculo apartamento cercano a una cala pitiusa y lo obtenido casi le dio para adquirir el chalet en el que ahora vive. Es solo un ejemplo de la enorme distancia social y económica que separa Menorca de Ibiza, dos islas que hoy por hoy son como el día y la noche, y cuya comparación nos permite vislumbrar hasta qué punto hemos errado el camino.

El gran valor que vende Menorca es su paisaje y, en cuanto aterrizas, te hacen saber que es Reserva de la Biosfera. Salvo unas pocas zonas donde se ha construido más allá de lo razonable, toda la isla es un jardín inmaculado, sin papeles ni plásticos en las cunetas. Puedes atravesar la isla de un extremo a otro, de Maó a Ciutadella, y no te cruzas con una sola valla publicitaria; tan solo con extensas fincas bien cuidadas, con rebaños de vacas pastando en los prados. Y, aunque los menorquines también se quejan del tráfico, la verdad es que sus horas punta de agosto son parecidas a nuestros momentos apacibles del invierno. En una semana de estancia, ni un atasco.

En Menorca la sensación de organización y orden es constante. Han establecido un sistema de parkings que limita la afluencia a las playas más vírgenes. En las rotondas hay rótulos luminosos que indican si están libres u ocupados y, cuando el aparcamiento -gratuito, por cierto- se llena, un operario deriva el tráfico hacia otra zona. Entonces, la única forma de alcanzarlas es en transporte público o a pie, siguiendo el trazado de un maravilloso sendero que rodea la isla por completo por la costa: el Camí de Cavalls. También éste se conserva sin mácula -en una caminata de tres horas el único desperdicio hallado fueron cinco colillas- y forma parte de una oferta de senderismo espectacular.

Las playas, además, son más seguras, sin apenas robos, y aguardan impecables, con una afluencia turística controlada y sin un enjambre de vendedores ambulantes. Sólo aparecen esporádicamente los fruteros, que ofrecen piña y coco. Son tan cuidadosos que cuando el cliente termina de comer, recogen sus restos y se los llevan. En buena parte de las orillas no hay chiringuitos ni hamacas. La gente se prepara su propio almuerzo y, ni por estas, queda huella de suciedad. Aquí, muy al contrario, es como si la basura atrajera más basura; como si el viajero cuidadoso de Menorca trasmutara a turista incivilizado nada más poner un pie en Ibiza. La causa, sin duda, es el estado de abandono en que se halla sumida la isla.

Llama también la atención el magnífico cuidado que en Menorca dispensan a su patrimonio histórico y de qué forma lo ponen en valor. La cultura talayótica, con docenas de navetas y poblados prehistóricos, constituye uno de los rasgos más interesantes de la isla y la afluencia a estos monumentos es constante. Están vigilados y en los más importantes se abona una pequeña entrada (dos o tres euros). Además, han instalado soportes con explicaciones e ilustraciones sobre su importancia y características. A veces, incluso cuentan con un pequeño centro de interpretación. Ahora los menorquines tratan de que este legado se declare Patrimonio de la Humanidad. En Ibiza lo más parecido es el poblado fenicio de sa Caleta, que ya cuenta con dicha distinción y, sin embargo, se mantiene en el más absoluto abandono.

Es igualmente llamativa la importancia del campo y la elaboración de productos de kilómetro cero. Destaca el queso con denominación de origen Maó-Menorca, que produce una red de treinta empresas con innumerables granjas que el viajero puede visitar. Tienen tienda, zona de degustación y una señal en la carretera más grande que en las playas. Es imposible abandonar la isla sin saber cuáles son sus productos y degustarlos en tiendas, mercados, bares y restaurantes. Lo venden como si fuera oro.

Además, no hay beach clubs con la música a tope invadiendo la orilla, ni una horda de concierge, ni luxury de cartón piedra, ni ferraris con tías en pelotas sobre el capó, ni raves ilegales, ni autocaravanas, ni tampoco una flota interminable de furgonetas negras...

Ante semejante panorama, cabría deducir que los menorquines están medio arruinados y subsisten con grandes dificultades. Sin embargo, aunque también tienen sus problemas, la sensación que transmiten es que disfrutan de una mayor calidad de vida, una redistribución de la riqueza más justa, altas dosis de tranquilidad y, en definitiva, un equilibrio y una existencia que recuerda vagamente a lo que teníamos en Ibiza hace treinta años. Todo aquel que afirma que solo hay un camino, miente. Menorca es el vivo ejemplo.