No sé si se trata de analfabetismo funcional, simple ignorancia o que la amistad es ciega, pero me pasma la cascada de comentarios en defensa de los investigados en la trama de los uniformes de Sant Antoni. «Persecuciones políticas» y otros victimismos al margen, que se volatilicen 86.000 euros de fondos públicos en dos transacciones es, o debería ser, un delito. Se hincharon pedidos, se contrató con una empresa que cobró 63.000 euros de los contribuyentes por el vestuario y entregó 20.000 en prendas en 2013 y los responsables del fiasco quedaron tan satisfechos que al año siguiente repitieron la operación mientras los agentes patrullaban con sietes en la ropa. Vamos, un caso de presunta corrupción de manual. Y poco importa el tiempo que haya trascurrido desde los hechos porque el dinero sigue sin aparecer mientras la denuncia del CSIF, si bien se salvó de la quema material de los Juzgados de Eivissa, todavía vegeta en éstos paralizada ante la inoperancia de una Fiscalía que no ha encargado una sola prueba testifical o pericial para esclarecer esas irregularidades en cuatro años. Personalmente, las intrigas y las luchas de poder en el Ayuntamiento y la Policía de Sant Antoni me las traen al pairo, pero no así una posible malversación de caudales públicos, venga de quien venga. Y menos cuando la dilación en investigarla puede abonar, como en este caso, las sospechas de unos favoritismos entre funcionarios que van en perjuicio del interés ciudadano y de la credibilidad de la propia Justicia.