Las grandes experiencias de mi generación eran impagables y salían muy baratas. Ahora los niños creen que no pueden salir de la infancia sin haber vivido las experiencias que ofrecen los parques de atracciones. Experiencias que se pueden comprar, su precio se conoce de antemano y están sometidas a ofertas, como las pálidas pechugas de pollo del supermercado. Las experiencias de compra son promesas publicitarias y protocolos de venta de los grandes vendedores de la globalización, que son muy pocos y colaboran desde las redes sociales, las plataformas de venta y los núcleos de distribución. La experiencia de compra está construida en defensa propia para seguir vendiendo a precio único y arbitrario en todo el planeta (así hacen los grandes de la informática), acorazados contra las denuncias millonarias de consumidores afectados o de abogados astutos. Para tener un ordenador portátil de precio invariable y características conocidas tuve que pedir cita y soportar una experiencia de compra de una hora. El mercado es la experiencia. En un restaurante al que sólo había ido a comer y charlar me advirtieron de que iba a vivir una «experiencia culinaria de 90 minutos». La experiencia culinaria consistía en atender los recitados de la camarera, que interrumpía una conversación con mi acompañante que aún sigue siendo una de las grandes experiencias de mi vida, muy superior a la comida. La conversación, impagable, fue gratuita; la comida -sin estar mal- fue una experiencia de compra. Por mí no se molesten, por favor: no sigan mejorando mis experiencias de compra.