Existe unanimidad en que Sant Antoni necesita un cambio radical y urgente de su modelo turístico: coinciden en ello los distintos partidos con representación en el Ayuntamiento (PSOE, Reinicia y PI -que integran la coalición de gobierno- y PP), la Federación Hotelera de las Pitiüses (cuya presidenta, Ana Gordillo, regenta un establecimiento en Sant Antoni, por lo que conoce muy bien la situación), y empresarios como Joan Pantaleoni, azote del equipo de gobierno y con negocios en el West. Todos están de acuerdo en que el pueblo atraviesa un verano aciago cuya imagen como destino turístico está siendo golpeada por sucesos violentos, con dos muertos en sendas peleas entre británicos; ahogamientos, caídas de balcones u otros accidentes.

No debería ser normal que haya turistas que mueran o queden gravemente heridos durante sus vacaciones. Accidentes desgraciados pueden ocurrir en cualquier lugar, pero en el caso de Sant Antoni se dan unas circunstancias que pueden favorecerlos: los jóvenes turistas, en su mayoría británicos, que acuden buscando desmadrarse de la mano del alcohol y las drogas, unido a la facilidad para conseguir sin ninguna moderación estas sustancias, tanto las legales como las ilegales, conforman una combinación perfecta para que proliferen accidentes y ciertos sucesos relacionados con el orden público.

Las divergencias aparecen cuando se trata de proponer soluciones y los distintos actores profundizan en el análisis de la situación. De las reflexiones de políticos y empresarios publicadas en este diario el pasado miércoles se desprenden conclusiones importantes. La primera, que todos tienen su parte de razón, y por tanto se deberían dejar de lado intereses partidistas y enfrentamientos enconados que solo sirven para radicalizar y alejar las posturas, con el fin de hacer un ejercicio de comprensión, por parte de todos, y buscar soluciones.

Las palabras del concejal Fran Tienda (Reinicia) son clarificadoras y certeras, pese a que han suscitado airadas críticas: afirma que «Sant Antoni nunca podrá cambiar si no se cambia el West», cuyo modelo es el de «un lugar donde puedes hacer lo que quieras»; sostiene que «nadie dice que no deba haber un ocio juvenil, pero no tiene por qué estar vinculado a la borrachera. No es cuestión de matar el West, sino de cambiarlo». Tienda da en el clavo con su análisis: en efecto, nadie cuestiona que haya zonas de marcha juvenil (por supuesto que tiene que haberlas), pero sí que estén ligadas a la borrachera como modelo de ocio, lo que desencadena una sucesión de graves problemas de convivencia, orden público e inseguridad, y perjudica notablemente al resto de empresarios y vecinos de la localidad. Y a los propios turistas, no lo olvidemos.

Otra cuestión importante es la falta de policías locales y guardias civiles en el pueblo, cuya presencia es necesaria para garantizar el orden público e impedir la acción de alborotadores y la venta de drogas.

Hace muchos años que está vivo el debate sobre la necesidad de tomar medidas para lograr que el West deje de ser un territorio sin ley. Sin embargo, los fuertes intereses empresariales y una inercia de décadas han dado al traste con las escasas iniciativas que se han intentado impulsar, como ocurrió también en época de la exalcaldesa del PP Pepita Gutiérrez. Ahora, el equipo de gobierno ha reducido el horario de apertura de los locales y terrazas, lo que ha puesto en pie de guerra a los empresarios del barrio, como Pantaleoni. Su indignación es legítima, pero achacar los desmanes y hasta uno de los muertos que se han producido este verano al adelanto del horario de cierre es pasarse.

Joan Pantaleoni, que fue concejal de Gobernación del PP con José Sala, reclama «un plan de reconversión» en el que esté claro el «plan b», y también él tiene su parte de razón.

En cualquier caso, lo que está claro es que algo hay que hacer para acabar con un modelo perverso fruto de años de tolerancia y dejadez. Por el bien de Sant Antoni y de su futuro turístico.