El pasado 9 de junio, la periodista Rosario G. Gómez publicaba un artículo de opinión en el periódico El País llamado 'La Ley Mordaza y la nueva Inquisición'. En él advertía del daño que la llamada Ley de Seguridad Ciudadana está produciendo a la libertad de expresión en general y a periodistas en particular, quienes ahora son multados sin ton ni son por hacer simplemente su trabajo, es decir, cubrir actos de democracia como caceroladas en contra de los desahucios, o subir imágenes a twiter de la detención de una activista. Multas que, según la periodista, han recaudado ya la friolera de 13,5 millones de euros, lo cual nos da una idea del recorte en libertades en el país, y digo «el país», porque se hace cuesta arriba ya decir «nuestro país», y es que últimamente uno tiene la sensación de que alguien nos lo está robando.

Esto, que aquí en Ibiza que nos queda tan lejos, entre muchos de nosotros también se vive, pero de diferente manera, y no siempre es la policía la que nos coarta.

Porque en ocasiones uno tiene la impresión de que en esta isla, a veces, criticar algo o a alguien, o posicionarse en según qué temas, es sin duda algo peligroso que nos podría costar el fusilamiento a los pies de la tapia del cementerio, que nos caiga un rayo fulminante, que nos quemen en la hoguera o que nos encierren en un manicomio.

Y, la verdad, no sería capaz de analizar exactamente cómo funciona el asunto; de si es porque así (si nadie critica a nadie) se benefician todos (hoy por mí, mañana por ti), o simplemente porque existe un sector de la población que piensa que todavía posee el statu quo de la verdad, y al que le interesa que solo se diga y se hable de lo que ellos quieren.

En el primer caso sirva como ejemplo el comentario que un día oí a un periodista de la isla, quien aseguraba que, al ser ésta tan pequeña y conocerse todo el mundo, era bueno siempre intentar quedar bien, no criticar demasiado, «porque nunca se sabe si algún día tendrás que volver a necesitar a esa persona, grupo o sector».

Esta manera de actuar, la verdad, parece bastante prudente e, incluso diría, bastante inteligente.

Pero como uno debe ser un poco ingenuo, tonto o imprudente, hace un tiempo se atrevió a publicar (y, señores, vean el disparate) un artículo en el que criticaba a los ibicencos e ibicencas que compran a los vendedores ambulantes de las playas fomentando esta práctica, o incluso vendían ellos mismos algunos artículos.

Pues bien, no tardó en caer el rayo castigador sobre el pecador (en este caso yo mismo), y a la mañana siguiente, este que escribe, tuvo que escuchar un, en principio, inocuo comentario de parte de un conocido que amistosamente le advertía de que iba a ser apaleado por los suyos si se metía con ellos.

Quizás sea que en nuestra conciencia todavía perviven los años de la represión, en los que si decías algo de alguien podías ser vilmente y falsamente denunciado y ajusticiado... lo cierto es que no lo sé.

Pero o es esto, o es que existen personas que quieren que nos abstengamos de pensar, y no ya de hablar, vendiéndonos el miedo a perder el confort del trabajo y la abundancia, para que sean ellos los que decidan por nosotros y nos conduzcan, cual ovejas del rebaño; el rebaño del padre protector y autoritario que todo lo sabe y todo lo ve, mientras va llenando sus alforjas de monedas de oro robadas, o viola a niños impúberes en rincones santificados.

Esta idea arcaica del miedo, es cierto, está a punto de desaparecer, borrado de la isla por sí mismo.

Pero desgraciadamente vendrán otros que también intentarán amordazarnos, siempre con ese mismo miedo, o aprovechando el hastío de una sociedad cansada que se conforma con lo que Schopenhauer decía que era la felicidad (el filósofo aseguraba que la felicidad no existe), es decir, la falta de sufrimiento.