El otro día vi a un hombre usando una cabina de teléfonos. Y lo raro era que la estaba usando de verdad -es decir, que estaba hablando por teléfono-, y no se dedicaba a rebañar el cajetín de devolución buscando monedas olvidadas. En estos últimos años, si veíamos a alguien en un teléfono público -y eso tan sólo ocurría muy de tarde en tarde-, solía ser alguien que manipulaba el teléfono en busca de monedas, nada más. Si acaso, a veces lo usaba algún inmigrante recién llegado, que miraba absorto un papelito mientras sostenía el auricular y esperaba que alguien descolgara el teléfono al otro lado (la persona que lo iba a alojar durante unos días, o que al menos iba a acogerlo durante aquella primera noche en tierra extraña, imagino). Pero aparte de esos recién llegados o de los vagabundos que buscaban con avidez una moneda olvidada, casi nadie más usaba un teléfono público.

Sé que, al hablar de monedas y de auriculares, estoy usando un lenguaje que mucha gente ya no entiende. Mi hijo, por ejemplo, me preguntó una vez quién podía estar tan desesperado como para usar un teléfono público. Pero mi hijo, claro, pertenece a la generación que no sabe concebir la vida sin un teléfono móvil que sirva de ordenador, pantalla de televisión, estafeta de correos, agenda, cámara, álbum de fotos, enciclopedia, ludoteca, filmoteca y biblioteca, todo a la vez (y seguro que me estoy olvidando muchas cosas). Y en ese nuevo mundo, los teléfonos públicos ya no pintan nada. El último que usé fue hace cinco años, y guardo un recuerdo muy vívido de aquel momento porque hacía tanto tiempo que no usaba una cabina que ya casi me había olvidado de hacerlo. Fue en Estados Unidos, cuando al día siguiente de llegar descubrí que mi móvil no funcionaba para llamadas internacionales, así que no tuve más remedio que usar una cabina. En la pequeña ciudad donde la usé había un solo teléfono público, que estaba frente a la estafeta de correos (aquel día, mientras hacía la llamada, descubrí que las furgonetas de reparto americanas llevan el volante a la derecha para evitar que los carteros tengan un accidente al bajarse a repartir el correo), así que cambié diez dólares en monedas, descolgué el teléfono e hice la llamada. Mientras estaba hablando, un niño que pasaba por allí me hizo una foto con su móvil. Estaba tan emocionado como si hubiera visto a Bob Esponja comiéndose una hamburguesa justo allí delante. Aquello sí que era raro. Un loco usando un teléfono público. O quizá un espía. O peor aún, un secuestrador que estaba negociando un rescate con la familia de la víctima. O mucho peor aún, un terrorista que no quería dejar rastro de sus llamadas a sus compinches.

Hago un catálogo rápido de todas las cosas que creíamos imprescindibles y que hemos dejado de usar en estos últimos quince o veinte años: cabinas de fotomatón (el otro día también vi una, pero por supuesto vacía); máquinas de fax (burofax, se llamaban, y ahora ese nombre suena tan antiguo como cablegrama o magnetofón); tiendas de alquiler de vídeos, que antes ocupaban una esquina de cada dos o tres manzanas y ahora ya son tan raras como los edificios modernistas; las guías telefónicas (¿quién ha visto una recientemente?); los diccionarios y las enciclopedias; los talonarios de cheques (¿recuerda alguien cuándo fue la última vez que cobró un cheque al portador?); las agendas con sus directorios telefónicos; las maravillosas tiendas de discos en las que podías escuchar los álbumes con unos cascos y pasarte toda la mañana allí; las librerías grandes que uno tardaba un día entero en recorrer y que al final nunca se terminaban de explorar por completo; los disquetes de 5¼ y de 3½ pulgadas, y no hablemos ya de los más vetustos de 8 pulgadas (floppies, se llamaban) que usábamos con los primeros ordenadores Amstrad; los mapas Firestone; las guías de viaje Michelin que Baltasar Porcel siempre consultaba cuando buscaba un buen restaurante (le vi hacerlo en Pau y sé la atención reconcentrada con que se leía las referencias de cada restaurante); los álbumes de fotos con cubiertas de piel o de plástico; las diapositivas y los proyectores de filminas; los buzones (¿cuándo fue que echamos la última carta al correo?); las postales firmadas con un corazón y un beso y escritas con mayúsculas tambaleantes pero también felices; los teléfonos fijos con contestador automático (yo aún recuerdo bien la emoción de escuchar el primer mensaje grabado que quedó registrado en mi teléfono); las cámaras de fotos con flash (o incluso sin flash), que ahora ya sólo usan los fotógrafos profesionales€

Sé que me estoy olvidando muchas cosas, pero éstas son las que traigo hoy aquí, en estos primeros días del año, cuando nos disponemos a decir adiós a tantas cosas que ya no pueden hacernos compañía.