Memoria histórica

Aquellos días en que ETA pudo no empezar a matar

Un nuevo estudio historiográfico desbroza bulos y propaganda en el relato de los inicios de la banda terrorista

Entierro en Malpica de Bergantiños (A Coruña) del guardia civil José Antonio Pardines Arcay, primera victima de ETA, en junio de 1968.

Entierro en Malpica de Bergantiños (A Coruña) del guardia civil José Antonio Pardines Arcay, primera victima de ETA, en junio de 1968. / REDACCIÓN

Juan José Fernández

Cuando ETA comenzó a hacer envíos a los cementerios, una colusión de propagandas -el relato de la prensa franquista y la mensajería clandestina de la organización- contribuyó a poner en marcha la espiral.

No fue solo, como teorizaron Javier Echebarrieta - prematuro difunto, el primer pistolero- y otros cofundadores, de importar de Cuba una cadena de acción-reacción en la que enzarzar a la dictadura y despertar una rebelión del pueblo vasco. Coadyuvó el efecto en aquellos iniciales victimarios de ver sus primeros actos narrados y deformados en el rudimentario ecosistema mediático de la época, y su eco no solo en el reducido círculo de la resistencia nacionalista vasca y sus colonias en Venezuela y Estados Unidos, también en todo el antifranquismo.

Sesenta y cinco años después, se extienden aún micelios en el sustrato de la sociedad vasca. Hay paz, no hay atentados ni sepelios, hacen política los más hirsutos en las instituciones, apoyan en las Cortes un gobierno para el Estado... y sin embargo siguen siendo nada factibles en Euskadi ciertas cosas, entre ellas la señalización como lugares de memoria de los escenarios de tanta muerte y llanto.

Edad: 65

Son apreciaciones que se desprenden de la lectura de ‘Las raíces de un cáncer’ (Tecnos), nueva investigación histórica sobre eso que hoy los informes del Departamento de Seguridad Nacional llaman “terrorismo autóctono”.

Relatar los orígenes de ETA despejando viejas incógnitas y desbrozando persistentes bulos y leyendas es la aportación que los historiadores vascos Gaizka Fernández Soldevilla y Santiago de Pablo presentan estos días. Sin que hubiera plan previo, ha coincidido la salida del libro con una campaña electoral en el País Vasco. Sus autores son, respectivamente, director de investigación del Centro Memorial de Víctimas del Terrorismo de Vitoria y catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad del País Vasco. En sus páginas hay una declaración de principios: “Hasta hace relativamente poco apenas había análisis de la propaganda de la banda. Y se tata de una cuestión crucial, ya que ha sido la base de la ulterior literatura militante, un género elaborado por autores que, salvo excepciones, carecen de formación académica y desprecian la historia como disciplina, así como su metodología”.

Esa propaganda es aquella que afloraba en el boletín clandestino Zutik (En pie) cuando señaló como “gesta, hito luminoso, testimonio incontrovertible de la voluntad de vida de nuestro Pueblo” una quema de banderas de España y un intento de hacer descarrillar en 1961 un tren en el que viajaban excombatientes franquistas con destino a una fiesta del 18 de julio, asunto que los exiliados en América tildaron en sus papeles de “día glorioso en los anales de nuestra Patria”, gracias a "la nueva generación de gudaris”.

El grupo al que jaleaban se llamaba ya ETA. Los autores se adentran en la capilaridad documental y de la microhistoria de una organización que desde sus inicios se declaró secreta, para aclarar, por ejemplo, la confusión sobre el verdadero momento de su fundación. Fue en la primera quincena de julio de 1959, cuando Kemen (Coraje), boletín interno de las juventudes díscolas del PNV, se presentó ante sus lectores como “boletín interno de la organización E.T.A. Euzkadi Ta Azkatasun”, nombre a la sabiniana, con zetas y sin la ‘a’ final.

Primeros disparos

Se van a cumplir pues este verano 65 años de aquel arranque, después del cual llegaron nueve años de papeleo, no burocrático sino propagandístico, de jóvenes que se limitaban a la acción de las multicopistas y a algún que otro estrago... hasta que decidieron matar.

El gran hecho fundacional son los primeros cinco tiros de pistola, cinco balazos en las áreas preocordial y subclavicular y en el hipocrondrio del guardia civil de tráfico José Antonio Pardines Arcay, según el acta forense del 7 de junio de 1968 que han localizado los autores. No era el alto jerarca de la represión franquista con cuya muerte habían planeado iniciar una guerra revolucionaria, sino un obrero de la seguridad que seguramente no sabía qué era ETA cuando lo mataron.

A partir de entonces la historia tomó el camino que conocemos, aunque pudo ser otro. “Hubo varios momentos en el que el proceso pudo haberse cortado -comenta a este diario Fernández Soldevilla-. Por ejemplo, si en 1968 ETA no hubiese decidido empezar a matar, probablemente hubiese evolucionado en otra cosa, como hicieron tantos grupos radicales”.

El coautor de “Las raíces de un cáncer” percibe otra bifurcación histórica “en 1970, cuando se produce la división entre ETA VI (obrerista y no terrorista) y ETA V (nacionalista radical y violenta). Si la primera hubiese prevalecido sobre la segunda la historia hubiese sido distinta”. De hecho “ETA V estuvo al borde de la desaparición, por haber quedado un grupúsculo enano. Solo se salvó porque consiguió incorporar a una escisión de EGI, las juventudes del PNV”.

Aquellos jóvenes que ya se chuleaban de tener pistola y muchos secretos que guardar se burlaban de los inocentones chavales de EGI, a los que veían de excursión en el monte, como scouts. “Los llamábamos ‘cabras’ por ir tanto al campo. Pasábamos en coche junto a ellos, abríamos la ventanilla y les gritábamos: ‘Beeeeeee’”, ha recordado el histórico cofundador de ETA Eduardo ‘Teo’ Uriarte -coetáneo de Txabi Echebarrieta- en alguna ocasión para este diario.

Memoria frágil

La memoria es quebradiza, fácil de fraccionar. Se detiene el libro, por ejemplo, en los apenas 12 kilómetros que separan el lugar donde cayó boca arriba Pardines en Aduna (Guipúzcoa) y el rincón tolosarra de Benta Haundi donde a Echebarrieta lo alcanzaron los disparos de la Guardia Civil horas después.

El punto donde el etarrase desplomó malherido y pidiendo un cura es visitable, se señala con un monolito de Oteiza, y se celebran allí laicas exequias entre flores y carteles cada aniversario de su muerte. Desvela la obra que el mismo escultor vasco esculpió otro monolito para señalar por igual el lugar de fallecimiento del guardia Pardines, pero nunca fue colocado.

Ya no están vivos para comentar el libro disidentes como Mario Onaindía o Mikel Azurmendi, intelectuales horrorizados como Joseba Arregui, Antonio Beristain o Agustín Ibarrola… Desde hace días, tampoco ya el lehendakari José Antonio Ardanza, que forjó -quizá el verbo aquí debiera ser forzó- el pacto de Ajuria Enea, ese foro en el que “se entendía que hacer política pasa por el esfuerzo de reconocer al otro”, comenta su coaligado socialista de entonces, Ramón Jáuregui.

Mientras van desapareciendo los testigos de la época, accede a las urnas una nueva generación vasca a la que las catas demoscópicas de esta campaña electoral presentan como mayoritariamente abertzale, y que aún dispone de poca historiografía académica sobre el nacimiento de ETA con la que sustituir el nivel elemental y mágico de los relatos de la tribu.

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