Pablo Valenzuela suelta las plantas que lleva en la mano, un perejil rizado y un tomillo limón. Las deja sobre una mesa alta y estrecha, con mucha fuerza, con las dos manos. Pablo sonríe, como lleva haciendo desde que, hace cerca de dos horas, cruzó las puertas del Botánico Biotecnológico de Ibiza, donde, si la conselleria balear de Educación no le permite finalmente cumplir su sueño de seguir sus estudios de jardinería, se ofrecen a enseñarle. A formarlo. A descubrirle todos los secretos del mundo vegetal. Algo lleva ya adelantado. Sabe trasplantar. Y tiene lo que se conoce «manos verdes». Es decir, que tiene mano para las plantas.

Lo sabe bien su madre, Carmen Ortuzar, que lleva tres años luchando para que la conselleria ponga los recursos necesarios para que el joven, que tiene ya 18 años y tiene una discapacidad intelectual moderada debido al síndrome cromosómico X frágil, pueda matricularse en una Formación Profesional básica de Agrojardinería. Algo a lo que Educación se niega alegando que cumple la normativa, una justificación que ni la madre ni la Asociación Pitiusa por la Inclusión Educativa y Social (Apies) se creen. Ellas están convencidas de que Educación rechaza ponerle un auxiliar técnico educativo por una cuestión económica. Y porque eso abriría la puerta a otros alumnos como Pablo. Es decir, abriría la puerta a formarse en lo que les gusta, no en lo que les impone la conselleria.

Pablo tiene «manos verdes» porque a las plantas les gusta que las toque. Su madre asegura que es una «mataplantas», pero que desde que su hijo la ayuda con la turba y los tiestos éstos florecen y reverdecen que da gusto. «La jardinería la descubrí con mi padre, en un pequeño terreno», explica Pablo tras cruzar las puertas del Bibo Park de Ibiza. Abre los ojos cuando Mónica le sirve «agua del cielo». «La hacemos con la humedad que captamos de la atmósfera. Luego lo verás», le comenta mientras Pablo, su madre y la presidenta de Apies, Lola Penín, se refrescan con el agua. «Su padre ha estado toda la vida en el campo», matiza Carmen, que explica que el gusto de Pablo por el mundo vegetal se confirmó en pasión cuando en su instituto, el Algarb, de Sant Jordi, cursó una optativa de jardinería.

La tristeza

«Me gusta mucho», afirma el joven, que confiesa estar «triste» por no poder continuar con su formación. Y por no haber podido continuar su formación con algunos de sus mejores amigos del instituto. La oferta que le hace Educación, que curse una FP básica de Cocina, no le gusta. Nada. Su único interés por los fogones es hincar el diente.

«¡Hombre, Pablo! ¡Futuro jardinero!», irrumpe Eduardo Mayol. El recibimiento le llega al alma al joven, que ríe, algo vergonzoso, y se levanta, dispuesto a descubrir el espacio. El impulsor del Botánico Biotecnológico de Ibiza insiste en su ofrecimiento de ayudar al joven en lo que puedan, de la forma que puedan. La madre se lo agradece. De corazón. Y no descarta ver a su hijo cavando y podando allí. Pero su lucha, lo tiene claro, es otra. Es consciente de que la respuesta de los tribunales al recurso que han presentado llegue tarde para su hijo, pero si sirve para otros, le vale. Aunque por el camino haya sufrido dos infartos. Lola no puede más que agradecer a Carmen que haya decidido seguir adelante con la lucha por los derechos de su hijo, que no son los de su hijo, sino los de todos los que tienen alguna diversidad funcional.

«Toca la planta», le pide Mayol a Pablo señalando un pequeño aloe de una de las mesas. La cara del joven se tiñe de absoluta fascinación cuando el macetero se enciende como una lámpara. Tras el descubrimiento, Pablo no se separa de Mayol. Le sigue durante todo el recorrido por las instalaciones, prestando suma atención a todas sus explicaciones. Pablo cruza el umbral de la zona vegetal del parque con ganas de ver qué otros secretos esconden las plantas. Eso sí, antes de adentrarse en la zona de dunas, donde crecen especies autóctonas, algunas de ellas ya desaparecidas del campo de la isla, toca de nuevo el aloe de la cafetería. Para apagar la lámpara.

Lo de que las plantas sirven para compensar el CO2 de la atmósfera Pablo lo había escuchado, pero se sorprende al saber que en el parque no sólo hay una máquina capaz de poner en un vaso o en un sistema de riego agua del cielo sino que, además, hay otra capaz de hacer que microalgas devoren con ansia dióxido de carbono. El joven acaricia con la palma de la mano la herba de trucadors (Otanthus maritimus), marcada con una etiqueta roja que advierte de su desaparición. Es la misma que acompaña al cardo de mar, cuyo verde intenso destaca en la duna, un poco deslucida por el intenso calor de las últimas semanas. «Suele estar en la playa y, como pincha, cuando la gente se la encuentra la arranca», relata el responsable de las instalaciones, unas palabras que hacen que Pablo mueva la cabeza de un lado a otro, mostrando su descontento.

«¡Lagartijas!», exclama el joven al llegar a una rotonda llena de cactus de diversos tamaños, algunos tan altos como Muresan. O más. Mayol asiente e insiste en la importancia de las sargantanes para la biodiversidad de la isla —«son polinizadoras»— y en la desventaja que sufren frente a las serpientes, que ponen muchos más huevos al año. Pablo atiende concentrado a las explicaciones. Sobre el riego con diferentes tipos de agua, sobre las colmenas antiguas que alojan abejas, tan necesarias para el mundo vegetal, sobre el cultivo de setas... Cicerone y aspirante a jardinero cruzan, charlando animadamente, un puente sobre un pequeño estanque, rumbo al «rincón de Platón». Pablo deambula por el vergel mientras su madre y Lola recuerdan sus infancias en el pueblo, los chapuzones en el río y cómo soplaban sobre la superficie del agua antes de llevarse a la boca una ambuesta de agua para aplacar la sed.

El otro Pablo

De pie frente a las plantas capaces de producir electricidad Pablo se emociona al saber que es tocayo del responsable de la parte biotecnológica del parque, Pablo Vidarte. Un «¡Pablo! ¡Como yo», le brota, espontáneo, de la garganta. «Tú, ya lo verás, serás también un fenómeno de la jardinería», le responde Mayol palmeándole el hombro y animándole a tocar el piano vegetal. El joven apenas puede creerse que cada planta, todas ellas crasas, sea una nota musical. Pero prueba. Re-mi-fa-re-sol...

El responsable del parque se ha guardado la mejor parte para el final. Acompaña a Pablo por la futura exposición de bonsáis, junto al futuro palmeral con oasis y por la mesa y los sacos que sirven de aula para los visitantes más pequeños. Al fondo, en una zona cubierta, cuidando de centenares de plantas, está Paco Díaz, el conservador del parque. Jardinero. A Pablo se le iluminan los ojos cuando le ve con las manos en la tierra. Dirige la mirada a las decenas y decenas y decenas de esquejes de perejil, romero, albahaca, tomillo... que aguardan el momento de pasar del macetero de plástico a la tierra del Botánico.

«Ganas», responde Paco cuando se le pregunta qué hace falta para ser un buen jardinero, como sueña Pablo. «Ganas e interés», afirma mientras el joven —«ganas e interés tengo»— observa las plantas y su madre explica al jardinero la odisea que están pasando para que Pablo pueda formarse. Unas explicaciones a las que asiste la ambientóloga del espacio, Laura Tur, que en los grupos de alumnos que han visitado el parque ha tenido algunos con diversidad funcional. «Alguna vez les tienes que dar alguna indicación extra, pero ya está», comenta.

Pablo con un perejil rizado en una mano y un tomillo limón en la otra, y Mayol continúan con su charla, sobre plantas y futuro, rumbo a la salida. A su espalda, su madre le explica a Paco lo que disfruta su hijo de la jardinería y cómo sabe que sería capaz de desarrollar ese oficio. Si le dejaran estudiar. «Si a mí me dice que quiere ser médico, yo sería la primera consciente de que eso no puede ser. Pero sé que puede ser jardinero. Soy consciente de las limitaciones y de sus capacidades. Muy consciente», indica Carmen.

«Aquí podemos enseñarle», comenta el jardinero antes de despedirse de Pablo con un apretón de manos y no sin darle unas indicaciones para su tomillo limón: «Trasplántala a una maceta de unos 20 centímetros, riego dos veces a la semana, sol por la mañana y algo de sombra por la tarde, turba y arena al 20% y ponle un poco de grava al fondo». El joven asiente y se vuelve para decirle adiós al propietario del parque. Suelta sus nuevas plantas, las deja sobre la mesa alta decorada con un aloe que se enciende y se apaga con el calor humano, y aprieta con las dos manos la mano derecha de Eduardo Mayol. Pablo sonríe, como lleva haciendo desde hace cerca de dos horas. Sueña con ser jardinero. Con pasar los días en la tierra, cavando, podando, regando y trasplantando. «Quiero ser jardinero», afirma, aún más rotundo que hace cerca de dos horas.