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Eutanasia (II)

Doerte Lebender: el largo camino a la liberación

«Me diagnosticaron esclerosis múltiple a los 24 años. Pero lo peor empezó hace 10 años. Es cuando comencé a sentirme fatal». «Cada noche pienso en lo maravilloso que sería dormir y no volver a despertar»

Doerte Lebender en su apartamento de Vila. Artur Rettenberger

Doerte Lebender, de 59 años y afectada de esclerosis múltiple progresiva, falleció el pasado miércoles en Ibiza tras serle administrada la eutanasia en su domicilio. Dos meses antes expresó su deseo de dar testimonio de su caso en este periódico, que la acompañó hasta el último momento.

Tiene esclerosis múltiple. Ya no hay mejora posible. Está siguiendo el proceso legal de ayuda a morir. Es una mujer muy fuerte y clara. Posee aún la mente lúcida, aunque a veces le faltan algunas palabras. Quiere dejar un legado de lo que está viviendo. He pensado en ti. Sólo ha pasado un minuto de la conversación telefónica y Artur Rettenberger resume en siete frases seguidas por qué se ha puesto en contacto con esta redacción. Rettenberger es amigo, de los de verdad, de Doerte Lebender, una alemana (Darmstadt) que acaba de cumplir 59 años y a la que hace 35 años le diagnosticaron una enfermedad progresiva, degenerativa e incurable que afecta al sistema nervioso central. Poco a poco, día a día, pierde el control de su cuerpo. Hace años que no puede caminar; apenas tiene movilidad en los brazos, ni siquiera fuerzas en los dedos para apretar el botón de auxilio que hace saltar la alarma en la Cruz Roja. No controla los esfínteres. Necesita ayuda las 24 horas. Su amigo se ha convertido desde hace casi un lustro en su abnegado cuidador, a veces a costa de su propia vida y salud: tiene una hernia, ha perdido mucho peso, está agotado física y mentalmente.

Quiere morir pero es positiva. No tiene fuerzas ni para pulsar un botón, pero no le falta energía. Su cuerpo se degrada, pero no quiere dar pena

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No se alarmó cuando a los 24 años le diagnosticaron que tenía esclerosis múltiple. Ni sabía qué era eso. Al salir de la consulta se lo contó a su entonces pareja. Tampoco entendió por qué él lloró. Total, sólo tenía migrañas y esos puntitos negros en el cerebro que aparecían en el escáner. Cierto que se cansaba cuando caminaba por la ciudad, que de vez en cuando paraba frente a los escaparates para, disimulando, tomar aliento. Nada más. La enfermedad quedó en un segundo plano. Hasta hace 10 años.

Fe en superarlo

Deportista, trabajadora, era mezzosoprano, estudió gastronomía en una escuela de Salzburgo (Austria), donde ocupó un puesto en la oficina de turismo. Nunca fumó ni bebió, salvo algún Baileys, su último chupito antes de «irse de viaje» para siempre: «Siempre tuvo una vida sana. Hasta hace un año, cuando visitó al neurólogo, seguía convencida de que podría recuperarse. Hasta ese momento siempre tuvo la fe firme de que podría superarlo», indica Rettenberger. Aquel doctor fue claro con ella: «Le dijo que ya no había posibilidad de que evolucionara positivamente, de que pudiera bailar o andar de nuevo». Le habló de un medicamento experimental que… Pero Lebender se negó a seguir por ese camino. Su mayor temor era quedar prisionera en un cuerpo que no le respondiera: «Antes que la enfermedad se apodere de mí, me voy», avisó cuando empezó a notar que la esclerosis múltiple se manifestaba crudamente.

Vio la luz cuando el actual Gobierno aprobó la Ley Orgánica 3/2021, de 24 de marzo, de regulación de la eutanasia (que entró en vigor el pasado 25 de junio): «Empezó a relajarse. Fue como un alivio, una liberación, como si viera el final y dejara de luchar», explica Rettenberger. Pero al mismo tiempo, la enfermedad comenzó a acelerarse: «Fue como si hubiera soltado las riendas. En un mes ha perdido la movilidad de un brazo». Luego la de un párpado.

El mercadillo de la muerte

Antes de que la eutanasia fuera despenalizada, Doerte Lebender barajó todas las opciones. Estaba desesperada porque la esclerosis múltiple empezaba a tomar las riendas de su vida. La angustia aumentó con la pandemia, que retrasó la aprobación de la ley. Para ella fue muy difícil. «Una espera interminable», según Rettenberger. Pidió a su amigo que la ayudara a morir: «Empecé a investigar cómo hacerlo: medicamentos, maneras, dónde, cómo… Casi lo compro todo. Por 500 euros. Había que mandar el dinero a una cuenta de Senegal. No caí. Existe un mundo oculto de gente desesperadísima y otro de gente que se aprovecha de los desesperados. Flipé con todo este mercadillo de la muerte. Paré, me di cuenta de que yo no podía hacer eso, que me la jugaba. Y no sólo porque me podían meter en la cárcel. Era, además, una cuestión de ética: la dignidad pasa por que sea legal. La ley de la eutanasia se hizo para personas como ella, para que puedan tomar esa decisión con dignidad y libertad. No te la puedes jugar enviando dinero a Senegal: no sabes a quién irá a parar, pero incluso si te remiten algo, no sabes qué es. ¿Qué garantías hay de que sea idóneo para morir sin padecimiento? ¿Lo pruebo yo antes con el dedito? Pero hay gente desesperada que lo busca, que hace lo que sea por acabar con su sufrimiento». Antes de esta última etapa, antes de que ya no pudiera escribir con las manos, ni poder tomar notas, de desconcentrarse, de perder toda su fuerza, viajaron por Europa en busca de soluciones. Visitaron hasta a un homeópata que la inoculó agua en el hombro: la broma costó 150 euros.

«Existe un mundo oculto de gente desesperada y otro de gente que se aprovecha de los desesperados. Un mercadillo de la muerte»

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«Hoooolaaaa». Es el saludo habitual de Doerte Lebender al llegar a su vivienda. Arrastrando las vocales, dulce y cálido como un glühwein . Suena a auténtica bienvenida. Es un hola acogedor, cariñoso, que te hace sentir en familia, como si te abrazara con esa sola palabra a falta de poder hacerlo con sus brazos, ya inútiles. Es 14 de septiembre, el primer contacto. Esa bienvenida se repetirá hasta el mismo 27 de octubre. Hasta entonces ni un mal gesto, ni un pesar, ni una maldición, ni un ay pobre de mí. Quiere morir, o irse, como lo llama ella, pero al mismo tiempo es positiva. No tiene fuerzas ni para pulsar un botón, pero no le falta energía. Su cuerpo se degrada por momentos, pero no quiere dar pena. Rettenberger me ha avisado poco antes: «Hay otras personas que, estando mejor que ella, tienen mala leche, están amargados. Pero ella dice que antes de estar amargada, prefiere morir». No para de sonreír (con la boca y los ojos) y de dar gracias. De hecho esos fueron los gestos y las palabras más repetidas el día en el que empezó «el gran viaje».

El testimonio de la mujer de Ibiza que falleció ayer tras recibir la eutanasia

El testimonio de la mujer de Ibiza que falleció ayer tras recibir la eutanasia José Miguel L. Romero

Lebender permanece sentada en un sillón con respaldo móvil. A su lado está la cama de Jacky, una perra muy grande, muy cariñosa y de 11 años de edad que tiene unos ojazos muy expresivos y que sale a recibir a los recién llegados para que le den palmadas en el lomo. El apartamento es minúsculo. Tiene un balcón que da a una bulliciosa calle de Ibiza. Salón y cocina americana están en la misma y pequeña estancia. El baño no tiene grúa. Casi toda la habitación de Lebender está ocupada por una cama articulada, como las de los hospitales, cedida por el Ayuntamiento y que está llena de cojines para fijar sus piernas, de manera que permanezca fija y no se gire: «Todo tiene que estar muy encajadito. Invierto una hora de trabajo hasta que consigo que todo esté ajustado a su cuerpo y haya recibido todas las cremas necesarias para que no se le formen llagas», explica Rettenberger. En la mesilla hay una pomada que usa para su cabeza, un antibiótico, diclofenaco para la piel, aceite oxigenado para la epidermis y un jabón de rosas que le regaló su madre, que quiere oler cada noche antes de ir a dormir y que siempre, en broma, amaga con morder.

Preparando el viaje

Desde hace un mes están «preparando el viaje». «Estamos recogiendo cosas, mucha ropa, cinturones, zapatos. Cada vez quedan menos objetos. Quiere tener las maletas hechas antes de irse. Esto para mamá, este paquetito para una amiga, los que vienen de visita se llevan algún objeto…», detalla el cuidador. Cada semana aparecen más huecos, la casa se va aclarando, se ensancha. «Yo creo en la idea de que me iré de viaje. Es malo pensar que vas a morir. Tengo la sensación de que voy a iniciar un periplo muy largo», apunta Doerte Lebender. Cada vez que habla necesita mucho tiempo para expresarse, pues le cuesta articular la mandíbula. A veces le faltan las palabras y recurre a Rettenberger. Aquel 14 de septiembre aún no tenía el visto bueno de la comisión de garantía y evaluación que vela por el correcto desarrollo del proceso eutanásico y que está formada por, al menos, un mínimo de siete miembros (personal de medicina, de enfermería y juristas), según la ley, pero confía tanto en lograrlo que ya organiza su periplo hacia lo desconocido.

Lebender (apellido que en alemán significa la que vive) se aferra a esa idea: «Tenemos un cuerpo que muere, pero tu alma tiene que ir a algún sitio. Cuando lo haga podré acudir a todos los sitios que no puedo ir ahora, y visitar a todas las personas que ahora no puedo ver. Eso me hace sentir bien». 

En la casa de campo de Santa Agnès en la que vivió cuando llegó a Eivissa en 1998. A.R.

De andar a caer

«Me diagnosticaron esclerosis múltiple a los 24 años. Pero lo peor empezó hace 10 años. Es cuando comencé a sentirme fatal. Primero empecé a andar mal». Rettenberger recuerda que al principio, cuando residía en una casa de campo de Santa Agnès, se apoyaba en las paredes para caminar trayectos de tres o cuatro metros: «Cuando vino a vivir a este apartamento comenzó a caerse muchas veces. Iba al baño y se caía. Empezó a llamar a la Policía Nacional cada vez que acababa en el suelo pues no podía levantarse por sí misma. Venían los nacionales y la ayudaban. Hubo épocas en que llegó a llamarlos 10 veces cada jornada». Algunos se lo tomaron mal, otros jamás rechistaron.

Insiste en que no quiere seguir así: «La esclerosis múltiple progresiva degenerativa es una enfermedad horrible. Al principio, cada cuatro meses sentía que perdía facultades motoras. Ahora, cada dos semanas. Cada vez tienes menos movilidad, pero no mueres. Podría vivir 20 años más así. Es horrible. No quiero seguir de esta manera. Mi cabeza funciona aún, aunque mi doctora dice que, con el tiempo, es posible que mi cabeza también falle. No quiero llegar a ese extremo. Mi corazón continuará latiendo mientras mis músculos se degeneran». 

A veces, Rettenberger tiene que golpear su espalda para que expulse una flema: «Ya no puede toser si se le acumula en la garganta. Se ahoga». Está muy atento: en la caja de bombones que le trae un amigo hay uno que tiene una almendra. Ojo, avisa a Lebender: «Podrías atragantarte». Quiere morir, pero no de esa manera. También pierde facultades cognitivas: «Ya no llama a los objetos por su nombre: todo es esa cosa. Dame esa cosa, traeme esa cosa… Le digo que haga el esfuerzo de decir cada nombre, pues son los primeros signos de que está perdiendo también esa facultad». «Qué me queda por delante? ¿Vivir así? Siento que me encojo, que cada vez pierdo más y más de mí misma», justifica Lebender.

«A veces salimos a tomar el sol y no llegamos ni a Ignasi Wallis [a pocos metros de donde vive] porque se agota, y eso que la llevo en silla de ruedas. Su batería se acaba cada vez más rápido», detalla Rettenberger. «Pero mi cabeza      -replica Lebender- funciona, va como una rueda, se mueve como no puedes imaginar. Tengo la cabeza muy viva, pero no puedo hacer nada, y eso me molesta mucho. Me gustaría poner orden en el piso, pero soy incapaz y no puedo decir a Artur que lo haga todo».

«Mi liberación»

Su héroe, al menos eso parece por cómo habla de él, es Pedro Sánchez, presidente del Gobierno: «Nunca me interesé por la política, salvo ahora. Para mí fue como un rayo de luz que Sánchez asegurara en la campaña electoral que si gobernaba aprobaría una ley de la eutanasia. Cuando lo logró sentí mucho alivio. Por fin. Yo no quiero ir a Suiza y pagar por mi muerte. Eso me parece mal». «Le molestaba -interviene Rettenberger- que Ciudadanos bloqueara durante un tiempo la despenalización de la ley. Ella sufría al ver ese espectáculo político. ‘Están jugando con nuestras vidas’, decía al ver el telediario».

«Qué me queda por delante? ¿Vivir así? Siento que me encojo, que cada vez pierdo más y más de mí misma»

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Aquel 14 de septiembre esperaba impaciente que la llamaran para comunicarle que se aceptaba su solicitud de prestación de ayuda para morir: «Para mí será una liberación total -pasa del castellano a un alemán melodioso, pausado, pero a trompicones, para expresarse mejor-. Cada noche, cuando me acuesto, pienso en lo maravilloso que sería dormir y no volver a despertar. Ahora sé, estoy convencida, que llegará un momento en que me dormiré y no volveré a abrir los ojos. Me soltaré de este cuerpo». Rettenberger traduce con evidente congoja: «Es que cada vez -añade Doerte Lebender- soy más dependiente. Ya no es sólo por mí, es por quienes tienen que cuidar de mí». Y mira a su amigo. No puede estirar sus dedos, se le agarrotan. Rettenberger se los relaja y extiende, y ella respira aliviada, como cuando le marca una cruz en la frente. Siente un inmenso placer, se nota en su cara, cuando le hace esa señal.

«Cada vez soy más dependiente. Ya no es sólo por mí, es por quienes tienen que cuidar de mí»

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¿Cómo vive esa cuenta atrás? ¿Le angustia? «No, estoy en calma. Estoy tranquila. Seguro que hay gente que tendría miedo ante esta situación, pero yo me siento cada día más relajada. Más aliviada». Sólo parece preocuparle en ese momento una cosa: «Por favor, que en el artículo aparezca sólo Doerte, pero nunca Margarette, en todo caso sólo la M. Odio mi segundo nombre». Su madrina, que se llamaba igual, también tenía manía a su nombre, recordó, bromeando, el mismo día en que se le administró la eutanasia. «Doerte, sin embargo, me gusta mucho porque significa regalo de dios. Es muy bonito». «Ella sí es un don de dios», dice Rettenberger.

«Esto no es suicidarse»

Tiene claro incluso cuándo quiere morir: desea que sea un miércoles y que ese día tenga al menos un 7. Lo miraron en el calendario y vieron que en octubre había un 27 que era miércoles: «Es perfecto». Semanas más tarde su madre le recordará que su abuelo murió justo ese día: «Sé que me esperará al otro lado de la ventana». La de la cocina, que quiere que se abra cuando expire para que su alma salga por ella.

Junto a Artur Rettenberger y su perra Jacky en ses Figueretes. A. R.

Lebender quiere que lo que ha vivido hasta lograr que le acepten la eutanasia se convierta en su legado: «Debe publicarse mi historia porque muchas personas no entienden la eutanasia, no la aceptan. Quiero dar testimonio. Quiero ayudar a quienes tienen dudas sobre si es bueno o no optar por morir de esta manera. Es una decisión difícil. Una cosa es hablarlo, otra es vivirlo». E insiste en distinguir la eutanasia del suicidio: «Lo que quiero hacer no es un suicidio. Lo que quiero es liberarme de mi cuerpo. La situación de mi cuerpo se agrava cada día, va a peor. Irme es una liberación. Pero no porque yo no quiera vivir. Me gusta la vida, pero no así. Ya no puedo hacer nada. Me despierto por las mañanas y Artur me tiene que dar el desayuno, me levanta, me coloca en el sillón… Y ya está. No puedo hacer nada por mí misma. No puedo ni apretar los botones para cambiar los canales de la televisión. Ni siquiera la alarma de la Cruz Roja [desde la que avisan a Rettenberger]. A veces la golpeo con la barbilla o con los dientes para activarla». Una semana antes, tardó una hora en apretar ese botón: «Cuando llegué estaba bañada en sudor. Desde aquel día tiene dolores y una contractura en la espalda».

Una vez tomó la decisión de pedir ayuda para morir, meditada durante tres años, surgieron en su mente cuestiones que hasta entonces ni se había planteado: «Por ejemplo, cómo se lo digo a mi madre [Ilse], cómo se lo cuento a mi hermano [Andreas]. Tenía mucho miedo a que mi hermano me rechazara. Pero un día me dijo, ‘te entiendo’, aunque directamente no le hablaba de eso. Todo esto es un largo camino en el que son muy importantes los lazos afectuosos, los seres queridos, mi perrita… Pero ya he sufrido mucho, quiero irme».

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