Mientras preparan el último reparto de su última partida de yogures y empiezan a recoger su almacén, los tres hermanos Manuel Senen reciben cordiales a la prensa a primera hora de la mañana, pero se ven obligados a confesar que es un día triste para ellos. Sobre todo el mayor, Joan (Tito), siempre vivaz, con gesto abatido mientras aguanta el histórico rótulo de la Lechería la Bomba.
Pero a los pocos minutos llega un vecino para despedirse, Juanito del antiguo restaurante Bahía, y empiezan a recordar anécdotas de infancia. «Si se nos caía el balón al agua, Juanito [mayor que Joan y su hermano Joaquín] nos agarraba de las piernas y nos colgaba del muelle hasta que la cogíamos», recuerdan entre risas. Otro enemigo para sus partidos de fútbol en el puerto era una planta con espinas que les reventó más de una pelota de plástico que compraban en la Juguetería Navarro. «Juanito vino un día con un serrucho y la cortó».
Su zona de juegos, el barrio la Bomba, apenas comprende la manzana de edificios de la calle Cipriano Garijo, pero tenía suficiente entidad como para que ellos bromeen con que, más que vileros, son «bomberos». Aquí, su abuela tenía una pequeña tienda y una granja, Ca na Guaschca, donde los soldados del Castillo bajaban a las cinco de la tarde para merendar bocadillos y chocolate.
Auge de las lecherías
La botiga familiar se iba adaptando a la demanda de la época y empezaron a vender leche en el año 48. «Había otras cuatro o cinco lecherías muy cerca», detallan. Su padre, Juan Manuel Marí, se fue especializando cada vez más en este negocio, al que puso el nombre del barrio, y se diferenció de la tienda de comestibles. «Muchos payeses tenían alguna vaca y él iba a recoger leche cada mañana en bici a Jesús, con unos bidones que pesaban una barbaridad».
De la bicicleta pasó a una furgoneta y sumó proveedores en Santa Eulària, Sant Carles o Sant Joan. A su vez, Juan Manuel distribuía a otras lecherías, pero, aún así, pudo ampliar su actividad para dar salida a los excedentes.
«Un catalán que vivía en Platja d’en Bossa le animó a hacer yogures cuando nosotros ni habíamos nacido. Mi padre tenía tres ollas grandes para hervir la leche para pasteurizarla. Luego las ponía dentro de una pica con agua para enfriar, le añadía el fermento y las pasaba a un horno. Al cabo de cuatro o cinco horas ya estaba el yogur en la nevera para venderlo al día siguiente».
Aunque su yogur completamente artesano, sin conservantes, era el producto más popular, en la Lechería la Bomba también se elaboraban quesos, quark y recuites. Es la misma denominación que recibe el requesón, aunque, en este caso, se trataba de cuajadas de leche de cabra. «La gente mayor aún nos habla de que las recuites eran buenísimas», destacan.
La pequeña fábrica donde hasta el lunes han elaborado sus yogures se encuentra en los bajos del número 6 de la calle Cipriano Garijo, mientras que en el piso superior guardan los envases de plástico con los que los comercializan. Al lado, en el número 5, donde ahora se encuentra el bar Number 5, estaba la tienda de la familia, mientras que arriba vivían sus abuelos.
Tito y Joaquín, nacidos en 1966 y 1967, [Carlos es mucho más joven, de 1977] pasaron sus primeros años de vida al lado de la peixeteria, en una casa de su familia materna, de Can Fèlix, carniceros en el Mercat Vell. A principios de los setenta, se trasladaron a La Bomba, donde su padre reconstruyó el edificio de la tienda y levantó dos pisos más. Ahora, el bloque de la fábrica, como otros muchos inmuebles antiguos de la zona, también debe someterse a unas obras de reforma.
Han decidido que, tras la rehabilitación, no continuará allí la fábrica, pero tampoco en ningún otro sitio. Una serie de «pequeños granitos» se han ido sumando en los últimos años, convirtiéndose en obstáculos que crecen de manera exponencial hasta hacer imposible un negocio tradicional y familiar.
En 1992, cuando las pequeñas explotaciones en el campo estaban en vías de extinción, con una normativa cada vez más exigente aún recogían leche de siete productores locales. El libro de registro del negocio fecha en 2005 el último año en el que aún recogían leche de dos payeses.
Ocaso de las vaquerías
Desde entonces, pasaron a proveerse exclusivamente de la Granja Santa Gertrudis, hasta su cierre en 2017. Entonces, los hermanos ya se veían abocados al cierre, pero quedaba la vaquería de los quesos Es Tap Nou y han podido aguantar hasta ahora.
Su ubicación en el puerto también se fue convirtiendo en un lastre insuperable. Décadas atrás, «podía bajar el de Can Tirurit de Sant Joan o el de Can Bellotera y llevarse los yogures a sus tiendas, pero el puerto se cerró». Ellos mismos, pese a tener aquí su fábrica, no cuentan con ninguna facilidad y solo pueden repartir de siete a once de la mañana.
Las cadenas hoteleras fueron maximizando beneficios y les dejaron de lado, mientras que los grandes establecimientos que copan el mercado ignoran el producto local. «No es el caso de Eroski e Hipercentro», apostillan, que han seguido apostando por ellos al igual que muchas pequeñas botigues. Pero sus costes de producción artesanal no pueden competir con los industriales que vienen de la Península, hasta llegar a un punto en que deberían «doblar o triplicar precios para tener beneficios». «Es un día muy triste. Queríamos jubilarnos aquí, pero no es posible».
Ahora se toman un tiempo, mientras acometen las obras del edificio, y no descartan dedicarse a la agricultura. Mientras, les queda el consuelo de las infinitas muestras de cariño recibidas. «Sabemos que ha ido gente al supermercado, ha visto siete botellas de yogur y se las ha llevado para enviarlas a sus hijos en la Península».