El barrio de la Marina ocupa una estrecha lengua de tierra entre la Ciudadela y el puerto. Esta inmediatez explica que para nosotros, niños entonces, los muelles, los Andenes, el Muro que protegía la bahía, la pequeña atarazana de la Riba y el cementerio de barcos junto al Astillero en el codo ciego de poniente, eran, como cualquier otro rincón de la ciudad, lugares de juego. Siempre junto al mar. Nos divertía pescar con caña y coger cangrejos en los muelles, atrapar pulpos, arrancar lapas en los bloques del rompeolas y escaparnos en bicicleta al faro de Botafoc, a Cap Martinet y la playa d'en Bossa. Supongo que a nuestros padres, conscientes de aquellas correrías y juegos, les interesaba que desde muy pequeños aprendiéramos a nadar. No fue una circunstancia excepcional. Fue la experiencia común de quienes tuvimos la fortuna de crecer en las orillas del Mediterráneo.

Muchos de nosotros aprendimos a nadar con una abrazadera de corchos que, según pasaban los días, nos retiraban de uno en uno, cosa que nos obligaba a compensar la pérdida de flotabilidad con un movimiento más activo de brazos y piernas; y cuando sólo quedaban 3 o 4 corchos en el flotador, elogiaban nuestro progreso y nos convencían de que aquel soporte infantil -adjetivo que nos molestaba sobremanera- era innecesario. Y así, un buen día, en la playa de Talamanca, donde hacíamos pie con dificultad pero cerca de la orilla para no asustarnos, nos animaban a nadar sin el flotador. En los primeros intentos nos sostenían levemente con una mano debajo del pecho y, poco a poco, según nos confiábamos y nos íbamos moviendo como renacuajos, dejaban de sostenernos y era toda una sorpresa comprobar que, efectivamente, los corchos no nos hacían ya ninguna falta.

Me enseñó mi padre, que no sabía nadar

A mí me enseñó a nadar mi padre que, paradójicamente, no sabía nadar, pero que conocía bien la teoría. Este procedimiento era el más habitual y prudente, pero tuve amigos del barrio de la Bomba, hijos de pescadores y carabineros, que aprendieron a nadar con menos miramientos. En el rincón que los muelles hacen con el dique del faro, junto a la plaza de la Riba, sujetaban por el pecho al novicio con una cuerda, desde un llaüt lo bajaban al agua que allí era profunda y, paulatinamente, aflojaban su agarre, de manera que para no hundirse el chaval despabilaba, braceaba, pataleaba como un loco y en cuatro días nadaba solo.

Flotar y moverme sin peso en el agua por primera vez fue una experiencia fascinante. Al principio, más que nadar, sólo evitaba hundirme, pero enseguida descubrí que, en vez de moverme con desespero, los movimientos suaves y lentos eran más eficaces. El principal problema al aprender a nadar era que, por inseguridad, nos empeñábamos en sacar del agua no sólo la cabeza, sino también los hombros, con el resultado de que tan exagerada emergencia nos hundía. Aquello duró hasta que comprobamos que el cuerpo flota de manera natural, sin hacer nada de nada. Lo aprendíamos al ver que alguien hacía el muerto, es decir, que flotaba boca arriba sin mover un dedo.

Fracasábamos en los primeros intentos, pero no tardábamos en dar con el secreto: bastaba dejar el cuerpo boca arriba, en peso muerto, pero eso sí, con la mitad de la cabeza -incluidas las orejas- dentro del agua. Incluso en posición vertical, el cuerpo también flotaba, aunque, -¡también era mala suerte!- el índice de flotación quedaba justo por encima de las napias. Pero conocida la ley, hecha la trampa: si la flotabilidad estaba tan cerca de las narices, un mínimo movimiento de brazos y piernas nos permitía mantener la cabeza fuera del agua. Aquel hallazgo fue definitivo. Empezamos a nadar como las ranas, luego nadamos a braza y finalmente de espalda, pedaleando mientras hacíamos el muerto.

Nadar a crol nos costó más. Teníamos que sacudir el agua alternativamente con los pies y utilizar los brazos como remos, adelantándolos alternativamente hacia delante, sobre la cabeza y llevándolos enérgicamente por debajo del agua hacia atrás, hacia las piernas. Los pies eran hélices y los brazos remos. Teníamos que mantener la cabeza dentro del agua y sacarla de lado, sólo lo necesario para coger una bocanada de aire que expulsábamos con la cabeza sumergida. Al principio, en vez de coger aire tragábamos agua, pero al final lo conseguimos. Nadar a mariposa fue imposible. Cambiamos, eso sí, los arenales por las rocas porque la playa era cosa de miedicas y cagones.

No íbamos a bañarnos

Nosotros no íbamos a bañarnos, íbamos a nadar. La última conquista fue aprender a zambullirnos. Tirarse al mar ovillados en buldeta no quedaba bien. Teníamos que hacerlo de cabeza, fer cabussons. Al principio caíamos en plancha, pero a base de darnos tortazos conseguimos entrar en el agua como flechas, con las piernas estiradas porque doblarlas al caer era motivo de mofa. Al final, todos nos zambullíamos desde una altura prudencial de 3 y 4 metros. Para entonces, nadar no nos costaba más que caminar y, dejando de lado Talamanca y Figueretes, íbamos al Pas Estret, l'Arany, la Punta, el 'Laguito', el Salt de s'Ase, la Casassa y Botafoc. Y cometíamos alguna imprudencia. A los 16 o 17 años nadé con dos amigos desde el Canal d'en Martí a la cala de Sant Vicent. Y alguna vez iba a nadar desde el Laguito al Pas Estret con don Joan Planells 'Murtera', sacerdote amigo que siempre me dejaba mal porque aunque yo utilizaba para impulsarme pies de pato y él nadaba a pelo, me sacaba ventaja.