El encontrar las viejas castanyoles en su casa, Vicent Tur Ribas se sorprendió tanto que lo comunicó en Facebook. En una de las fotos aparece el detalle del año 1867 grabado en la parte interior de una de ellas, mientras que en la otra aparecen las cuatro piezas separadas, con incisiones en los bordes exteriores para decorar. No se puede calcular el tamaño, pero sí se nota que la madera de enebro está gastada por el uso y oscurecida por el tiempo. Enseguida le respondieron que se trata de una reliquia y nadie recuerda unas tan antiguas.

Las imágenes se reenviaron a la directora del Museu d'Etnografia d'Ibiza, Lina Sansano. «Vale la pena hablar de ellas, no quedan muchas castañuelas de las antiguas, que eran más pequeñas que las actuales». «La decoración también parece muy curiosa por la foto», respondía la historiadora.

«Esto es un tesoro»

«Esto es un tesoro»Para poder evaluarlas más a fondo, Vicent acude con sus castanyoles al mercado de artesanía que se celebra ese domingo en es Cubells. Las saca de un mocador de lligall para mostrarlas a Agustí Ribas, que en ese momento talla unas nuevas en enebro en su puesto de instrumentos tradicionales. «Debes conservarlas bien, porque esto es un tesoro». El artesano se sorprende porque en las incisiones de las viejas castanyoles se conservan restos de la pintura que debía decorarlas. Normalmente «o se pintan o se bordan», pero es muy extraña la combinación de ambas técnicas ornamentales. También son una tercera parte más pequeñas que los instrumentos actuales, además de que su hueco interior es menos pronunciado y la cara exterior es ligeramente piramidal, en vez de curva. «Su sonido sería más agudo», precisa.

Vicent explica que no tenía ni idea de su existencia cuando aparecieron en Can Sala, la antigua casa de su familia junto al puente del mismo nombre, que cruza el torrente de sa Font en Sant Jordi. «Buscaba unas fotos y unos documentos y las encontré junto a un montón de cosas antiguas. Estaban en una cómoda de mi abuela la inglesa, así que supongo que serían de un antepasado, pero no sabemos que hubiera sonadors en la familia».

¿Cómo que una abuela inglesa con unas castanyoles de 1867? «Mi abuela era inglesa, se llamaba Maria Marí Rivers. Pero su padre era de Sant Josep, de Can Botja, un ibicenco que emigró a los 18 años y formó una familia en North Shields, una ciudad del cinturón metropolitano de Newcastle. Creo que trabajaba trasportando carbón y que había navegado a Australia y Sudáfrica». Muestra una foto de su abuela frente al porche de Can Sala, completamente vestida de pagesa. «Ella vino aquí desde Inglaterra a principios del siglo pasado con sus hermanos y su madre, para ir a vivir a Ca na Magdalena. Ninguno hablaba ni castellano ni ibicenco, ¡los debían mirar como si fueran marcianos en esa época!». Ante el inesperado giro de guion, Vicent aconseja visitar a su prima («conoce mejor la historia») y a su tía, la única hija viva de Maria Marí Rivers.

En busca de las raíces

En busca de las raícesCatalina Tur espera en Can Fluxà, entre la carretera de Sant Josep y la de sa Caleta, donde vive desde que dejó Can Sala para casarse. Su hija Cati Serra la orienta agarrando su brazo con cuidado. Perdió la vista por el glaucoma, pero su mirada se mantiene muy viva. «Los ojos azules de mi madre le vienen de herencia inglesa», detalla Cati. «Viene de la peluquería y se ha puesto guapa porque hace la fiesta por su 80 cumpleaños», añade mientras ayuda a sentar a su madre junto a la chimenea y va a preparar café. Catalina se muestra encantada de contar la historia de su madre Maria y de su abuela, «na Magdalena, aunque en inglés su nombre era Maude».

«A mi abuelo, Toni Botja, sólo lo conocí en fotos, porque él nunca volvió a Ibiza y murió en Newcastle todavía con las heridas de la I Guerra Mundial». Su abuelo murió varios años después de la llegada de su familia a Ibiza, pero no conoce su biografía con detalle, solo los retazos que había escuchado de su madre, que tampoco lo volvió a ver desde su llegada a Ibiza a los siete años. La abuela Magdalena, una vez que sus hijos ya se valían por sí mismos, sí que volvió a unos años a Inglaterra para cuidar de Toni Botja, hasta que murió y ella volvió definitivamente a la isla.

«A mi abuelo lo llenaron de metralla en la I Guerra Mundial. Él no era soldado, sino marino mercante, así que iba con un convoy del que solo se salvaron tres barcos de 12. Después, como estaba su mujer sola con tres hijos, les dijo que se fueran a la casa que él había heredado en Ibiza». La historia que conserva la familia es que Magdalena y sus tres pequeños, Maria, Esperança y Toni, viajaron durante unos meses para cruzar el canal de la Mancha hasta París, atravesar Francia y, una vez en Barcelona, embarcar en 'El Correo' hasta llegar a Ibiza.

«Llegaron el 28 de noviembre de 1920, mi madre, que era la mayor, tenía siete años. Imagínalos, sólo hablaban inglés y aquí no había ni coches». Magdalena se hizo entender para explicar que tenían familia en Sant Josep, en can Botja, así que pudieron ir recogerlos con un carro.

«Ahora hay mucha mezcla, pero entonces no había extranjeros. Mi abuela venía de una ciudad industrial y, al llegar la casa de los familiares, tenían un candil de aceite para iluminar. Cuando la llevaron a una habitación con sus tres hijos para que durmieran, se ve que estaba todo el pueblo de Sant Josep mirando por la ventana para ver a los ingleses». Una vez recibidos en can Botja, se trasladaron a vivir a la que cercana casa que pertenecía por herencia a Toni Marí, a la que enseguida los vecinos bautizaron como ca na Magdalena.

En el colegio, Maria y su hermana sufrían por su condición de extranjeras, así que empezaron a presionar a Magdalena. «Mi madre le decía a mi abuela que quería vestir de pagesa y que no quería hablar inglés para ser como los otros», relata Catalina. Así que rápidamente los niños se adaptaron a la vida en el campo y se convirtieron en unos ibicencos más. Magdalena también empezó a cocinar como sus vecinos y horneaba su propio pan. «Pero habla muy mal, mezclaba todos los idiomas y mi marido [Joan Serra, Sala] no la entendía. No sabía decir Catalina y a mí me llamaba Carlina».

Tras su vuelta definitiva a Ibiza, después de acompañar a su marido en los últimos años de vida en Inglaterra, Maude vivió sola en una casita de sa Raval de Sant Josep hasta que volvió a Ca na Magdalena, donde vivía su hijo con su nuera. «Se notaba que era inglesa porque era muy perfeccionista, ella misma encalaba la casa porque decía que nosotros lo hacíamos lo bastante bien. Si limpiaba la ropa, era capaz de agujerear una prenda antes de que quedara una manchita. De pequeña a mí me parecía que llevaba los zapatos normales, pero ella me veía y decía «carrai Carlina» y los frotaba con un trapo hasta que relucían», evoca entre risas.

Magdalena murió en 1963, dos años después de la boda de Catalina, que no había podido cumplir su sueño de ir a vivir con ella cuando tenía 17 años y todavía no había vuelto de cuidar a Toni Botja. «Yo quería ir a Inglaterra, la gente me decía que aprovechara porque aquí no había futuro, pero mi madre me decía que lo olvidara».

El tío inglés de los tatuajes

El tío inglés de los tatuajesTras la muerte de Magdalena, la familia ya no conservaba ningún vínculo con Inglaterra, aunque Maria Marí Rivers, ya en etapa turística, sorprendió dando indicaciones en inglés a algunos turistas desorientados. A principios de los años 70, un matrimonio de turistas preguntó en un restaurante de Cala Vedella si conocían la historia de una inglesa que vino a Ibiza con sus hijos. Era Harry Rivers, hijo del hermano pequeño de Magdalena. «Resulta que el camarero era mi primo Pep Magdalena!», cuenta sorprendida.

Harry y su esposa, «la tía Elsie», habían venido en años anteriores a es Canar y sa Cala de Sant Vicent en busca de sus familiares ibicencos. «Preguntaban a ciegas, porque no tenían la más remota idea de dónde podíamos estar». «Él había sido mecánico naval en submarinos de la Royal Navy y llevaba muchos tatuajes como todos los marineros». Se creó un vínculo muy especial, hasta el punto de que el tío Harry y la tía Elsie repitieron visita durante treinta años, hasta su muerto hace unos 15 años, y su hijo «Harry jove» pasa la mitad del año en la isla, donde «se echó una novia alemana».

Con este vínculo, también se cumplió un sueño. «Cuando me jubilé del puesto de frutas y verduras del Mercat Nou, mis hijos me hicieron abrir una carta. Habían comprado billetes para ir todos de vacaciones a Newcastle a ver la familia y conocer las raíces de mi madre. Fue el día más feliz de mi vida», recuerda emocionada mientras aprieta con fuerza la mano de su hija.