Hasta que en los años cincuenta del siglo pasado empezaron a mejorar las comunicaciones, nuestras islas eran como las nasas de los pescadores: era fácil abordarlas y difícil abandonarlas. Su aislamiento permitió, ya en la Antigüedad, utilizarlas como tierra de exilio. A Mallorca y Menorca se desterraban los honestiores, individuos de clase social alta caídos en desgracia. Fue la relegatio in insulam, figura penal romana de carácter político que sufrieron personajes como Suilio, delator de mala fama desterrado por Nerón el año 58 (Tácito Ann. XIII, 43); y Vocieno Montano, ilustre ciudadano de Narbona que desterró Tiberio y murió en las islas (S. Jerónimo, Chronic., 27). Sabemos que en tiempos más próximos a nosotros hubo en Cabrera 1.500 confinados, de los que murieron la mitad y que tampoco Ibiza escapó de tales usos. Por el ´Inventario´ de Cayetano Soler (1797), tenemos noticia de que, creado por Real Orden el ´Penal de las Salinas´, son confinados en él varios cientos de franceses, italianos y polacos. Y que ya en el siglo XIX, por motivos políticos, sufren destierro en Ibiza un buen número de liberales, republicanos, absolutistas, carlistas y oficiales de alto rango. Y para acabar, en Formentera todavía se recuerda el ´Centro Penitenciario de la Savina´ donde, tras la Guerra Civil, el fascismo franquista tuvo confinados más de 1.000 de prisioneros.

Dejando de lado estas excepcionales destinaciones forzosas, lo cierto es que nuestras islas han sido netamente receptoras de una población que venía porque quería venir. Y ha sucedido casi siempre en oleadas. De tal m manera que nuestra historia se hace, precisamente, a partir de estas sucesivas arribadas que van desde los pobladores prehistóricos, fenicios, cartagineses, romanos, vándalos, bizantinos, árabes y catalanes, a los millones de turistas que nos invaden hoy. El ocio vacacional provoca en nuestros días la última invasión que, mientras dura el estiaje, altera exponencialmente la demografía de las islas.

Levar anclas

Podríamos decir, sin embargo, que si el mar ha sido un camino hacia las islas, también ha sido una frontera para los que vivían en ellas. Hoy son una incomparable mayoría los oriundos que se quedan y muy pocos los que se van y no vuelven. Sin olvidar a los forasteros residentes que, en su segunda generación, son ya insulares de todo derecho. La insularidad ya no nos impide levar anclas, pero mayoritariamente no se hace porque existen razones para permanecer en las islas. Por una parte, económicas.

Nuestras islas, gracias al turismo y en comparación con otras geografías, tienen menos desempleo. Es cierto que el trabajo tiene un alto porcentaje estacional, pero de ello sólo nos quejamos con la boca pequeña, tal vez porque la temporada alta se alarga un poco más a cada año que pasa. Hace algunos años, el turismo se concentraba en los julios y agostos, para ser más exactos, entre el 15 de julio y el 30 de agosto.

Hoy mantiene números aceptables entre junio y septiembre, 4 meses a los que hay que añadir una ocupación significativa en mayo y octubre. La resultante da 6 meses de empleo real. El medio año que resta entre noviembre y abril es de puro letargo, tiempo que el personal que ha tenido trabajo estacional vive de la prestación de desempleo, un régimen que es ya una costumbre: trabajamos cuando el mundo descansa y al revés, cuando el mundo trabaja, nosotros descansamos.

País de jubilados

Pero existen otros motivos para que nuestra población, en su gran mayoría, se sienta feliz y no se vaya. Una de ellas es la climatología, la bonanza que ha convertido Ibiza en un país de jubilados, una confortable residencia para los europeos de la tercera edad. Y luego está una naturaleza privilegiada, ´algo´ que los ibicencos no comentamos porque la hemos tenido siempre, pero que es una circunstancia menos común de lo que parece.

Desde cualquier lugar de la isla y en cualquier dirección, estamos a un tiro de piedra de un universo rural de escala humana y de relieves suaves en el que se solapan colinas y valles haciéndonos creer que nuestro pequeño mundo es mucho mayor de lo que es.

Feráces coníferas

No conozco a ningún ibicenco que padezca claustrofobia por su insularidad. Y por si fuera poco, tenemos una prodigiosa y dilatada línea de costa que alterna acantilados, arenales y terrazas sobre un mar que rara vez deja de verse. Y es asimismo insólito en nuestras latitudes que el color dominante en Ibiza sea el verde de las feraces coníferas que cubren las montañas.

Todo ello contribuye a que la geografía interior de la isla, a pesar del abandono que sufren los campos, ofrezca una fascinante ruralidad. Y luego está la transparencia de nuestras aguas y una atmósfera que, sin industrias que la contaminen, regeneran nuestros bosques y las praderas submarinas de posidonia.