Los gustos en el consumo del aceite apenas han cambiado en dos mil años. Un payés de Benimussa me dice que en Ibiza, tradicionalmente, se buscaba que el aceite que salía del trull fuese ‘verde’, de regusto levemente amargo, algo picante y con un fresco sabor a hierbas, el que sólo se conseguía con aceitunas tempranas y recién recolectadas.

La misma preferencia recoge Plinio el Viejo el año 50 dC en su ‘Historia Natural’: «Cuanto más maduro es el fruto, más graso y menos agradable es su sabor, razón de que convenga recolectar las aceitunas cuando empiezan a oscurecer y mantienen por unos días un color vinoso o violado». Y la misma coincidencia del hoy y el ayer la tenemos en la forma de cultivar el olivo.

En este caso es Diodoro Sículo quien advierte que, «en la isla Pitiüsa, como en Corfú, que tiene su mismo tamaño, y también en Corcira, el olivo crece a su aire y no se poda», una costumbre que posiblemente deriva de la creencia que tuvo al olivo por árbol sagrado, un regalo de Atenea o, según otros, nacido de la vara que Heracles hincó en la tierra. Esta condición sagrada del árbol es, creo yo, especialmente significativa en los olivos que en el Puig dels Molins crecen sobre los hipogeos.

Es evidente que nuestros payeses, aprovechando la tierra de las fosas que abrieron los púnicos en la piedra calcárea de la colina, los plantaron por razones prácticas y no como guardianes de las tumbas, pero ello no invalida la lectura que hoy podemos hacer en el sentido de que, sin saberlo, sacralizaban el lugar con el único árbol que la mitología nos presenta como un regalo de los dioses y que en todas las culturas, por su resistencia, ha simbolizado la resurrección.

Siempre extraordinario

Cuentan las fuentes clásicas que aunque Jerjes destruyó la Acrópolis ateniense y quemó el árbol de Atenea que presidía la ciudad desde su fundación, cuando los griegos pudieron regresar a su patria, entre las ruinas y las cenizas de la montaña sagrada, vieron que el olivo brotaba de nuevo.

Aunque la condición del aceite es distinta cada año porque depende de cómo favorecen o perjudican al olivo la insolación y las lluvias, podemos decir que el aceite ibicenco es casi siempre de extraordinaria calidad. Contribuyen a ello los microclimas que crean el variado carrusel de nuestra orografía, la acostumbrada bonanza, la humedad del mar que le da una textura ligera y, sobre todo, la sencillez de su elaboración que no ha cambiado en más de mil años.

El aceite que se consigue, precisamente por su crudeza natural, sin mixtificación ni manipulación, en un proceso de sedimentación natural y sin el actual centrifugado que le roba al líquido matices y cuerpo, es excelente. Suele tener una relativa turbiedad, pero es limpio al gusto. Quien prefiere un líquido transparente y excesivamente filtrado no sabe nada del aceite.

Método tradicional

Siguiendo el método tradicional, las aceitunas se machacan sobre una gran mesa de obra (mota) con una gran rueda troncocónica de piedra o rotló que mueve una bestia de tiro. Así se consigue una pasta o masa aceitosa que, colocada en redondos capachos de fibras naturales (confins), apilados unos sobre otros, se prensa con una poderosa biga (jàssena) que en su extremo tiene un gran contrapeso (quissó). Sobre las pequeñas espuertas o cofines se arroja agua caliente para quebrar las células de la pulpa que retienen el aceite y facilitar así su extracción.

Por los componentes indescriptibles y altamente volátiles que desprende el prensado, el payés ya tiene una primera noticia de cómo será el preciado oro líquido. El resultado de la prensa se recoge en un depósito o fona en la que se separan el agua y el aceite. El agua queda en el fondo y por un canalillo se vierte en otro recipiente (infern), quedando libre el aceite que ya se puede recoger. La pasta que queda en los cofines se puede volver a prensar (remolta) y con lo que queda puede hacerse una harina para alimentar a los cerdos o utilizarse como combustible en el hogar.