El número de volutas de humo blanco informaba de las colles que hacían falta en ses Salines. Según dónde se encendía la hoguera, se convocaba a los trabajadores para una tarea u otra: «A la máquina de día, que eran ocho horas de cargar vagonetas de una tonelada»; a la máquina (turno) de noche; para ir a cargar barcos o para trabajar en la plaza», explicaba el veterano saliner Pep Carbassó.

Ahora, el humo blanco convoca a la fiesta, pero hace apenas unas décadas, buena parte de la isla vivía pendiente de esa fumarola que se podía encender en cualquier momento durante un periodo muy concreto del año, de unos dos meses y medio a lo sumo, al empezar a declinar las temperaturas tras el verano: el de la cosecha de la sal.

Carbassó recuerda que llegaban a juntarse en la llanura salinera hasta un millar de jornaleros. Ya no eran tantos cuando él empezó a trabajar allí, con 13 años, gracias a la introducción de vagonetas. Pero la carga en los barcos aún era muy penosa. Había que picar la sal de nuevo para descargarla a las barcazas que iban y venían a los buques fondeados mar adentro, a los que se les pasaba la sal de saca en saca hasta llenar la bodega, en una operación que duraba dos o tres días. «Se llegaban a juntar cuatro o cinco barcos a esperar», explicó.

El puerto del Manzanares

Se formaba tal espectáculo con la iluminación nocturna de los mercantes que una vez, la señora que regentaba un bar, de la que Pep no dio el nombre por decoro, salió a la calle de noche y volvió exclamando: «¡Carai, qué luminaria! Esto parece el puerto de Madrid».

Aún hacían falta muchos trabajadores durante las casi dos décadas que siguió cosechando Carbassó, hasta los años 70: «El director de las salinas me dijo que sólo me podía ofrecer hasta 1.700 pesetas al mes, pero iba a ganar 8.000 mensuales y comidas incluidas porque llevaba el mantenimiento de tres hoteles de Sant Antoni». Hasta el turismo y durante milenios, la isla prácticamente sólo exportaba la sal.

El oro blanco era «prácticamente la única forma de obtener efectivo» que tenían muchos ibicencos, como recalcaba el alcalde, Josep Marí Ribas, aunque indirectamente su riqueza se repartía por toda la isla. Su propio abuelo traía carros de paja desde Benimussa hasta ses Salines en época de cosecha. No para las bestias, sino para secar el piso en los corrales. Y no la vendía, sino que la cambiaba «por un saco de boniatos, por ejemplo». Eran los tiempos de la autarquía y el trueque.

Lo que se busca con esta II Fira, de la que seguro habrá una tercera edición, es divulgar «la importancia histórica y social» que tuvo esta actividad, pero también la dureza del trabajo a pleno sol y en las duras condiciones previas a la mecanización. Las salinas eran casi la única industria antes de la del sol, como recordaba el conseller de Cultura, David Ribas. Y lo cierto es que aún hay bastantes jordiers que han recibido un testimonio directo de ese pasado, porque prácticamente en todas las familias había trabajadores de la sal.

Joana Tur, en la presentación de la edición del manuscrito 'Salinas de las islas de Yviza y Formentera', realizada por Antoni Tur, Antoni Ferrer Abárzuza y Miquel Frontera, que se hizo en La Nave, recordó que su abuelo y su tío, Vicent y Xicu Casals, levantaron precisamente este edificio, y destacó «la sangre y el sudor» de tantos ibicencos que se ha vertido en sus estanques.

Salinas expropiadas a los isleños

El manuscrito que custodia el Museo Naval admite sin empacho que las salinas se incorporan a la Corona «por derecho de conquista» en 1715, tras la derrota austriaca en la Guerra de Sucesión, y es un compendio detallado, escrito en torno a 1820, de sus características y producción, escrito por los funcionarios que las gestionaban para el rey, con métodos «casi esclavistas», incluso con mano de obra forzada.

Los cientos de visitantes pudieron hacerse una idea de esa dureza con la demostración del trabajo de una colla. Las formaban cinco trabajadores, con un cap que gobernaba el tiraç, una pala que los otros arrastraban para ir acumulando la sal cristalizada en montones. Luego cargaban en grandes cestos la sal, que trajinaban sobre su cabeza. «Sin emplear las manos», como ordenaba Vicent Palermet, en funciones de cap de colla.

Después, las decenas de niños presentes pudieron coger las azadas para imitar a los trabajadores, y a ninguno le pareció que fuera para tanto: «Es fácil y divertido», decía Mireia, de 8 años. A Eva le pareció «muy chulo». Aunque el montón con el que jugaban no es del todo fiel al trabajo manual en los estanques. Para empezar, la sal lo impregnaba todo y chorreaba sobre los hombros de los trajineros, que trataban de protegerse con un invento que explicó Carbassó: «El sombrero de paja lo recubrían de tela y la untaban toda de pega», así por lo menos mantenían la cabeza seca. Eran los únicos que no sabían cuánto cobrarían: «Dependía de los cestos de sal que descargaran».