El pertinaz uso de la cal en nuestras islas ha llamado siempre la atención de los viajeros ilustrados que nos visitaban antes de que el turismo modificara los hábitos seculares de nuestros payeses. Del deslumbramiento de la cal han hablado el Archiduque Luís Salvador de Austria, Gastón Vuillier, Joaquín Sorolla, Rusiñol y, en tiempos más próximos a nosotros, Hausmann, Walter Benjamín, Broner, Josep Lluís Sert y poetas como Alberti, Villangómez y Colinas. El tópico de la Isla Blanca referido a Ibiza surgió, precisamente, de aquella admiración del viajero sorprendido por el milagro de la luz en el enjalbiego. En una isla todavía preturística y dormida en el tiempo, la cal era un elemento imprescindible. Disuelta en agua, se usaba en el encalado de las casas, para desinfectar corrales, viñas enfermas, el agua de las cisternas o los pozos y también para amarar o reblandecer las pieles de los animales; y se usaba, sobretodo, con grava y agua, como mortero en la construcción, además de en usos medicinales y muchos otros que ha borrado el tiempo. Sabemos, por ejemplo, que antiguamente se utilizaba en los enterramientos que se hacían en el interior de las iglesias y en quienes fallecían por pestes o epidemias.

El proceso de elaboración

Hasta no hace mucho, no había casa en Ibiza que no tuviera a mano una aufàbia de cal. Cabe pensar, por tanto, que, aunque la cal generara una actividad secundaria que sólo cubría la demanda interna de la isla, tuvo que producirse en cantidades significativas. Se obtenía por cocción que duraba varios días de piedra caliza en hornos (forns de cal) que conseguían temperaturas elevadas y exigían una continua vigilancia. Para hacerse una idea del esforzado trabajo que suponía, baste decir que un horno de buenas dimensiones necesitaba la colaboración de 2 o 3 calciners en un trabajo que podía durar hasta 3 semanas: una para cargar el horno, otra para su cocción y otros 4 o 5 días para descargarlo, operación especialmente dura porque la cal se extraía todavía caliente. Hoy es imposible saber cuántos hornos hubo en nuestras islas -ya es tarde para inventariarlos- porque son muy escasos sus vestigios. Sabemos que se construían cerca de caminos y de la materia prima (la piedra calcárea), en pequeñas calvas del bosque para tener a mano la leña que consumían, que no era poca. Recuerdo que hace ya algunos años, cuando la protección del patrimonio etnológico no era una cuestión prioritaria, Bernat Joan i Marí ya defendía en ‘L’antiga art de coure calç a Eivissa”, lejos de una propuesta ‘folklórica’, la conveniencia de preservar y rentabilizar los hornos, dadas las inigualables propiedades de la cal y la ventaja que añadía el esponjar los bosques con el uso de la madera como combustible. Lamentablemente, su propuesta cayó en saco roto. Y aunque hoy, sobretodo en el campo, se sigue hablando de emblanquinar, lo cierto es que el encalado tradicional lo han sustituido las pinturas sintéticas que, si bien se trabajan con mayor comodidad, están lejos de ofrecer las cualidades higiénicas, térmicas y estéticas de la cal. En la construcción se utiliza aún pero no como mortero, sino en el portland, cemento hidráulico compuesto de cal, sílice y alúmina.

Leyenda de la cal

Un aspecto de la cal que me intriga es saber cuál fue su origen. Un anciano de Morna me asegura con cómplice sonrisa que la descubrió hace muchos años un payés que, un día de invierno, hizo una fogata para calentarse y vio con sorpresa que las piedras que había junto al fuego se fundían en un conglomerado pastoso y blanquecino. Era un hermoso cuento. Lo cierto es que su uso se remonta a los primeros tiempos de nuestra memoria, pues el primitivo mortero que conocían los púnicos ya usaba la cal como vemos en algunos revestimientos de muros y cisternas. Lo que no sabemos es quien tuvo la estrafalaria idea de quemar piedras. Sabemos, en todo caso, que el uso de la cal se extendió muy tempranamente por toda la cuenca mediterránea y de ahí que hoy veamos el mismo rabioso blanco de un nuestras casas en Tunicia, Marruecos, Egipto, Sicilia y en cualquiera de las islas griegas. Podríamos decir que con materiales semejantes, necesidades parecidas y las mismas condiciones climatológicas, todos los pueblos mediterráneos encontraron las mismas soluciones. Con matices. Porque también sabemos que algunos pueblos, más que el blanco, preferían otros ‘acabados’ en sus construcciones. Púnicos y egipcios, por ejemplo, eran muy dados a usar colores almagres y terrosos como todavía vemos en poblados egipcios, tunecinos y magrebíes; y entre los romanos era muy común el uso del ladrillo rojo y los colores vivos en las cenefas y pinturas de sus interiores. Cabe, por tanto, la sospecha de que la cal en los enlucidos fuese introducida por los griegos que, todavía, hoy, alcanzan en sus enjalbiegos incluso las tejas de sus casas y las cúpulas de sus iglesias. Lo que es un hecho innegable es que la cal fue en los tiempos antiguos un elemento de construcción popular, un revestimiento que no se utilizaba, por demasiado modesto, en los palacios y en los templos. Se consideraba frío, decorativamente pobre, neutro y anodino. El blanco se tenía por un no-color, ausencia de color. En las clases humildes, contrariamente, fue muy pronto un producto fácil de obtener, higiénico, aislante y traspirable, muy apropiado para combatir la fuerte insolación de nuestras latitudes. Fuera como fuese, esta indeterminación sobre el uso originario de la cal, que queda para más sesudas investigaciones, deja de ser un problema en tiempos posteriores, particularmente en determinados pueblos semíticos y helenos desde los que se extendería a los pueblos árabes hasta generalizarse por todo el Mediterráneo.