«Los hombres se situaron a orillas del Mediterráneo como las ranas alrededor de un estanque».

Platón en el "Fedón"

(Siglo IV a.C.)

Es un origen que nos enorgullece recordar porque nos recuerda que por nuestra isla ha pasado buena parte de la historia del occidente mediterráneo.

Aunque en los tiempos antiguos el Mediterráneo fue un universo lleno de peligros y de destinos desconocidos, más que frontera fue camino y lo prueba el hecho de que las civilizaciones progresaran particularmente en sus orillas. Tierras adentro, paradójicamente, los pueblos sufrían un mayor aislamiento, sus condiciones de vida eran mucho peores y eran llamados ´bárbaros´ por los pueblos que habitaban las marinas. Es cierto que los viajes por mar imponían severas limitaciones como la invernada -dejar las naves en dique seco entre octubre y abril-, pero no es menos cierto que el mar fue siempre un atajo porque los antiguos supieron muy pronto que la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos. Viajar por tierra, por ejemplo, desde Lucentum a Tipasa -entre el levante peninsular y el norte de África- era una aventura que implicaba atravesar el Estrecho y hacer más de sesenta jornadas de duro camino, siendo que por mar era una travesía de una jornada o poco más. Esta ventaja explica que el comercio, más que por tierra, se hiciera por mar. Y de ahí que cualquier mapa del Mediterráneo que reproduzca las poblaciones de hace dos mil o tres mil años nos descubra que casi todos los asentamientos estaban en los litorales del

continente y, por supuesto, también en las islas.

El caso es que en aquel mapa temprano, Eivissa -entonces Ebusus o Iboshim- tuvo un lugar destacado entre otros muchos enclaves que todavía retienen resonancias míticas: Emporion, Masalia, Populonia, Tarquinia, Tarracina, Minturno, Tíndaris, Himera, Erice, Caralis, Motya, Selinunte, Gela, Taormina, Síbaris, Megara, Metaponto, Aquileya, Zadar, Cefalonia, Micenas, Argos, Egina, Troya, Samos, Heraclea, Halicarnaso, Lindos, Aspendos, Salamina, Amatunte, Pafos, Agarit, Kurion, Gortina, Cirene, Hipona, Kerkouane, Baetulo, Carteia, Baelo, etc. La lista sería interminable. Sabemos que muchas de aquellas ciudades tuvieron una vida breve, pero aparecieron otras, y hubo algunas otras plazas privilegiadas como Ibiza que han conseguido el milagro de sobrevivir miles de años habitadas, sin solución de continuidad, desde su fundación hasta nuestros días.

En tales casos, su dilatado recorrido es el mejor libro de historia que podemos encontrar y de ahí que podamos decir que por nuestra isla pasa buena parte de la historia del Mediterráneo.

Para entender la importancia que tuvieron las islas en el viejo mundo conviene recordar que la civilización, enraizada como decíamos en los litorales, se veía sobre todo desde el mar, no en vano desde el mar se dibujaban los portulanos o mapas que describían las tierras que lo rodeaban. Precisamente eso significaba Mediterráneo, ´mar entre tierras´. Conviene subrayar que, en aquellos tiempos, las islas tuvieron una importancia mucho mayor de la que tienen hoy, pues funcionaban como estaciones de paso para las naves que, en un mar inmenso -entonces era un universo- necesitaban encontrar refugios donde descansar, hacer aguada y aprovisionarse. En este aspecto, nuestra isla, en el mismo centro del amenazador Mar Occidental, gozaba de una ubicación estratégica envidiable. Fue la razón de que en fechas tan tempranas fuera colonia de Cartago y de que su población creciera hasta convertirse en una ciudad pujante de no menos de 3.000 habitantes -una cifra significativa en aquel tiempo-, con ceca propia y, como dice Diodoro Sículo que recoge datos de Timeo, con «poderosas murallas, casas admirablemente construidas y habitada por toda clase de extranjeros». Es esta condición de ciudad antigua la que subrayamos aquí, algo que nuestra arqueología no deja de recordarnos.

Para las poblaciones del codo ciego del Mediterráneo que entonces ocupaban reinos fenicios como Tiro, Biblos y Sidón, nuestra isla estaba en los confines del mundo conocido, en el lejano Oeste, muy cerca del tenebroso abismo que gobernaba Gerión, el gigante de tres cabezas al que mató Heracles para conseguir su afamado rebaño de bueyes y que, separando las montañas de Abila y el actual Peñón de Gibraltar -las míticas Columnas de Hércules-, abrió el paso de las naves al Gran Mar Exterior. El caso fue que a Fenicia, en el levante extremo del Mediterráneo, llegaban aventureros que habían viajado por nuestro enigmático poniente, haciéndose lenguas de un mundo que ofrecía riquezas sin cuento. Posiblemente hablaban de Tarsis o Tartessos, un lugar que se mitificó y dio paso a las primeras migraciones este-oeste que dieron los asientos más antiguos que conocemos en nuestras latitudes, caso de Gadir, que colonizaron las gentes de Tiro en el siglo VIII a.C.

Sa Caleta

En nuestra isla, ignoramos desde donde vinieron los pobladores de sa Caleta, pero sabemos que fue también una ocupación temprana que pudo hacerse sobre el siglo VII a.C. desde alguno de aquellos primeros asentamientos fenicios occidentales, fuese por levante o más probablemente desde el sur, tal vez desde la misma Gadir. Nuestros orígenes fueron, por tanto, orientales. Y africanos si tenemos en cuenta que nacemos oficialmente como colonia de Cartago. Es una hilatura que me gusta recordar porque nos relaciona con míticos relatos fundacionales, los que explica Virgilio cuando, al mentar los orígenes de la gran metrópoli africana, nos habla de Pigmalión y de los amores de Dido y Eneas. De alguna manera, como las todas la ciudades antiguas, también Iboshim hunde sus orígenes en la leyenda.