“Conten d’un festejador de

finestres que no anava massa

ben alimentat, que sa calor li va pujar a’s cap i es va emmolinar. S’al·lota, tota esparverada,

cridà sa mare perquè fes una tasseta d’herbes i es jove embadalit de fam digué: però posau-m’hi

alguna sopa!”

“Anar a festejar”. Joan Marí Tur.

Mi interés por el festeig, modalidad de cortejo y emparejamiento tradicional en Ibiza y Formentera, no está en el descarrilamiento que en ocasiones provocaban la locura pasional, la envidia y los celos, cuando uno de los pretendientes ganaba la partida a sus contrincantes, sino en la rareza de tan insólita costumbre, en el hecho de que esta forma de galanteo haya sido durante siglos privativa de nuestras islas y no exista, que yo sepa, en ningún otro lugar.

A partir de aquí y sin precedentes conocidos en el ámbito catalán, se cae en la tentación de buscar su origen en tiempos inmediatamente anteriores. Enrique Fajarnés, por ejemplo, deja en boca de terceros una hipótesis a la que demasiadas veces acudimos: «Algunas de nuestras costumbres, indumentarias y peculiaridades psicológicas, han sido consideradas herencia de los árabes. El teniente coronel francés E. Villot publicó en Argel, en 1888, un libro titulado ‘Moeurs, costumes et institutions des indigenes de l’Algérie’, en el que leemos que les drames les plus compliqués son ceux qui ont la femme por mobile. Il n’est point possible d’imaginer, l’influence que prennent des femmes qui n’ont d’autre mérite que leur beauté. Les meurtres se succèdent; elles voient des drames terribles se dénouer sous leurs yeux et son fières d’en être la cause’…».

Estrategia femenina

Puede que los usos del festeig sean árabes -no digo que no-, pero cabe también la posibilidad de que fueran sencillamente una estrategia provocada por las circunstancias y, en este sentido, un recurso de emparejamiento autóctono nacido de la conveniencia. Dado el cerramiento que vivía el mundo rural -en algún momento hemos dicho que las casas eran islas en la isla-, es muy posible que, cuando una joven entrara en sazón, en edad de merecer y crear su propia familia, la madre hiciera correr la voz entre las casas vecinas de que su hija estaba preparada, disponible para aceptar pretendientes y para iniciar el festeig, hecho que abría las puertas de su casa a todos los mozos interesados que, sin inconvenientes conocidos, estuvieran en razonables condiciones de matrimoniar. Y si la circunstancia pudo influir para consolidar esta singular forma de cortejo, lo más probable es que tan curioso invento fuese estrictamente femenino, un ardid que pudieron sacarse de la manga las mujeres que, no nos engañemos, en estos temas son las que mandan. Es sólo una conjetura, pero resulta verosímil cuando en el medio agrario tradicional de nuestras islas, lejos de cumplirse el tópico de la familia patriarcal, común en otras latitudes, lo que de verdad se daba era un matriarcado. La mujer trabajaba la tierra como el hombre y, además, gobernaba la casa. Tal como yo lo veo, la emprendada, las joyas que en días señalados luce la mujer, es un ejemplo de que era ella la que representaba y mostraba públicamente el rango socieconómico de la familia.

Baile payés

Y sintomático es también el desarrollo que tiene el baile payés, donde, a poco que uno se fije, nada es lo que parece: el hombre nos recuerda, con su barretina como cresta, a un orgulloso gallo que llama a la mujer con un golpe seco y autoritario de sus castañuelas, brincando y soltando los enérgicos voleos que llamamos camellades, tratando de deslumbrar a su compañera a la que acosa, buscándole siempre la cara; ella, en cambio, se mueve modosa, discreta, con aparente fragilidad, tímida y huidiza, con la cabeza baja y esquivando los viriles envites. Pero lo cierto es que la danza termina con las tornas cambiadas, con el hombre rendido galantemente a los pies de la mujer, hincada la rodilla. En el fondo y en la forma, la mujer es la principal protagonista. El hombre sólo intenta llamar la atención, pero ella es el centro de la danza que, a la postre, es también una forma de cortejo o festeig.

Lo que quiero decir es que, aunque de puertas afuera, el hombre era el que hacía negocios y defendía su casa, no es menos cierto que no daba ningún paso decisivo sin el consentimiento de su mujer. Y era así porque valoraba su intuición, su sentido práctico, su buen criterio y su prudencia. Y cuando en algún caso el hombre obraba por su cuenta, -cegándose a veces en apuestas de juego en las que perdía sentido y hacienda-, no era raro que, incapaz de soportar su vergüenza, diera en suicidio. El hombre, en resumidas cuentas, se nos presenta como más impredecible. Es la mujer la que da estabilidad a la vida familiar y asegura la buena marcha de las cosas. Digo esto porque la pragmática y controlada costumbre del festeig -y la libertad aparente que en él se daba a la moza para que eligiera marido- era, en la casa, más cosa de la mujer que de su marido. De hecho, la estrecha vigilancia que tenían tales encuentros corría casi siempre por cuenta de una mujer, fuese la madre o la padrina, que, eso sí, disimulaba su incómoda función de carabina, haciendo ver que daba una cabezada o entretenida en cualquier doméstica manualidad, fent llata, filant, cosint o brodant, pero sin perder ripio ni gesto del Romeo y su Julieta.