Paisajes físicos y humanos que creemos muy distintos y distantes de los nuestros. Pero la arqueología no nos basta porque, las más de las veces, no satisface totalmente nuestra curiosidad y está muy lejos de responder a las preguntas que nos hacemos. Y tal vez por eso, cuando visitamos ruinas antiguas, necrópolis o museos, la imaginación trata de completar y reconstruir, soñando sobre frágiles huellas o restos, lo que, a ciencia cierta, el arqueólogo no puede decirnos. Practicamos la paleoficción. Es lo que puede pasarnos, por ejemplo, frente a las enigmáticas trazas de es Puig de ses Torretes, Can Sergent, es Puig Redó, el insólito sepulcro de Ca na Costa o los poblados prehistóricos de Cap de Barbaria.

Nos preguntamos cómo y por qué vinieron a las islas aquellos primeros pobladores. Necesitamos saber por qué se quedaron aquí, cómo era su vida, cómo eran sus casas, cómo se vestían, cómo cazaban, qué comían, cómo trataban sus enfermedades, cuáles eran sus celebraciones y sus ritos, qué percepción tenían del mundo y de la vida, de qué hablaban, en qué pensaban, cuáles eran sus credos y sus mitos.

Lo cierto es que, cuando pensamos en los primeros asentamientos humanos, condicionados posiblemente por la rusticidad de los utillajes que se han conservado -vasos, hachas o puntas de flecha etc- solemos visualizar especímenes humanos de exagerado primitivismo: cuerpo robusto y velludo, cuello corto y poderoso, pequeña estatura, piernas cortas, brazos largos, mandíbula potente, pómulos y cuencas oculares prominentes, la frente retrasada, los labios gruesos y la nariz grande y achatada. Tendemos a imaginar seres que todavía caminarían con una cierta inclinación del torso hacia delante, como si les costara enderezarse y mantenerse erguidos, que se comunicarían con más gesticulación que palabras, que habrían sobrevivido enfrentados a una naturaleza hostil y a otros clanes territoriales que les disputarían los espacios de caza.

Pero nada está más lejos de la realidad. Para empezar y por lo que se refiere al lenguaje -por poner un único ejemplo- los antropólogos han encontrado el área de Broca (centro del lenguaje en el cerebro) en protohumanos de hace tres millones de años. Convendría, por otra parte, advertir que habitualmente utilizamos la palabra prehistoria con excesiva alegría o, más concretamente, como un inadecuado cajón de sastre en el que, de un plumazo, despachamos millones de años. El diccionario de la RAE define prehistoria como «el periodo de vida de la humanidad anterior a todo documento escrito», lo que quiere decir, si retrocedemos a las primeras poblaciones de las que tenemos noticia en Europa, -1.800.000 años en el hombre de Chilhac, en Francia-, que el tiempo que va desde los clanes de Ca na Costa hasta nosotros es sólo un instante. Con otras palabras: en los cómputos prehistóricos de la humanidad, podríamos decir que Ca na Costa, como quien dice, se construyó ayer. En términos relativos, se trata de un tiempo que no está tan distante como creemos. Y aquellas gentes no fueron tan distintas a como somos nosotros.

Es evidente que unos y otros estamos muy lejos si pensamos en lo que ahora tenemos y en cómo vivimos, pero las distancias se acortan sensiblemente si pensamos en los aspectos esenciales que a ellos y a nosotros nos hacen humanos. Y es así porque muchas de nuestras pautas de comportamiento son innatas y pueden ser reconocidas por cualquiera, independientemente de la raza, la cultura y el lenguaje: la palabra, la sonrisa, el ceño fruncido, el abrazo, el beso, el saludo con la mirada.

Profundas creencias

Nuestras pasiones y sentimientos son universales y no han cambiado en millones de años: el orgullo, la alegría, la tristeza, el sentido del humor, la solidaridad o el odio. Ni ellos ni nosotros hemos tenido ningún pecado original, pero sí hemos tenido unas capacidades y unas aptitudes originales, innatas. Viendo, por ejemplo, sus enterramientos, intuimos que tenían, como tenemos nosotros, profundas creencias, sus propias esperanzas y miedos.

En enterramientos peninsulares del mismo periodo que Ca na Costa se han encontrado restos de individuos con tantas minusvalías que, necesariamente, tenemos que deducir que durante mucho tiempo dependieron del clan, de sus compañeros. Sabemos que amaban y odiaban, que gozaban y sufrían, que reían y lloraban. Sabemos que cuidaban de sus hijos, de sus mujeres y de los ancianos. Y que enterraban con respeto a sus muertos, a los que acompañaban en sus tumbas con útiles que pudieran servirles en el más allá. De alguna manera, creían en la trascendencia. La misma construcción del sepulcro megalítico de Ca na Costa, aunque no podamos interpretar con exactitud todos los significados que esconde, supone, por su orientación y por la complejidad de su estructura radial, conocimientos astrológicos y geométricos que todavía son un enigma. Sabemos, en fin, que tuvieron un alto grado de socialización, una vida perfectamente jerarquizada y organizada en la que había cazadores, guerreros, artesanos, constructores, navegantes, sacerdotes, curanderos o chamanes y también hombres sabios. Visto así, no parece que aquellos hombres fueran tan diferentes a nosotros.