Mis cinco abuelos

«Ellos tenían un vasto y viejo repertorio de refranes, canciones, adivinanzas, cuentos, leyendas, versos, fábulas, chistes, anécdotas, decires, habladurías, sucesos famosos y verídicos ocurridos desde antiguo en el pueblo o en sus contornos, y uno no se cansaba de escuchar aquellas historias, porque la repetición les daba una pátina que, como a ciertos objetos, las hacía aún más valiosas. Y todos contaban muy bien, porque contaban en el molde con que les contaron a ellos. Y mientras contaban, uno estaba libre de miedos y amenazas». Luís Landero en ‘El balcón en invierno’.

Cueva des iai Marçà en 
es Canaret. archivo magón

Cueva des iai Marçà en es Canaret. archivo magón / Miguel ángel gonzález

Dejando de lado las abuelas que no vienen al caso y merecen capítulo aparte, yo he tenido cinco abuelos, dos de sangre, Amalio y Nicolás, dos de adopción, es güelo Toni y es iai Martí, —no sé bien si los adopté yo o me adoptaron ellos—, y un último abuelo que lo fue sólo de oídas, es iai Marçà, por lo que supe de su vida y por la fascinación que me produjo su robinsoniana aventura. Los padres de mis padres, se parecían como un huevo a una castaña. Al abuelo Nicolás, por parte de madre, no llegué a conocerlo. Sé que trabajaba como técnico-supervisor en la Central Hidroeléctrica de Bolarque, en Almonacid de Zorita, Guadalaja, empresa que proporcionaba energía a Madrid y elevaba el agua para el trasvase Tajo-Segura desde su embalse. Allí se construyó después la primera Central Nuclear del país. Desde su pueblo, en el que yo nací después, Illana, el abuelo Nicolás se desplazaba cada día a la Central en una poderosa Sanglas con la que un mal día derrapó y se mató. Murió muy joven y en casa se le recordó en silencio.

Nunca se habló de él, y yo no pregunté. Es el único abuelo que no me dejó ninguna historia, sólo dos desleídas fotografías en las que parece un personaje de película. En la que tiene fecha, 1929, aparece como Indiana Jones, con una cazadora de piel cruzada y el pantalón embutido en botas de caña alta. Saluda a la cámara con el gesto mientras se sube a la moto. Al abuelo Amalio sí lo conocí. Era extremeño, un buen apicultor y ganadero de reses con las que, en sus años mozos, hacía todos los veranos la trashumancia desde Garrovillas a las tierras altas de León. Cuando quedó viudo, ya mayor, sus tres hijos lo tenían una temporada cada uno y yo le conocí cuando, con 82 años, pasó dos en Ibiza.

Fue un fastidio, porque entonces vivíamos en el edificio almagre de Campos, en cas Saboner, y como el piso era pequeño, dormía en un catre desmontable que todas las noches abríamos en el comedor. Tenía una salud de hierro, muy mal rasque y no paraba de fumar. Mi padre le proporcionaba cada día un paquete de Ideales, pero no le bastaba y en más de una ocasión le vi recoger colillas que desmenuzaba con disimulo en el bolsillo para liarse luego cigarros. Usaba un chisquero de mecha y sin apagarla, retrocediéndola en el tubo de latón, se la metía en la faltriquera. Muy cabreado estaría mi padre cuando le dijo: «¡Usted no necesita ir al infierno para quemarse!». Que recogiera burillas nos avergonzaba, pero fue inútil todo lo que le dijimos. Era terco como una mula. En Ibiza estuvo siempre desubicado. Siempre andaba por el puerto que para él fue un descubrimiento. Cuando estaba de buenas, me explicaba historias de víboras, alacranes, gallos de pelea, abejas y toros. Había matado lobos con escopeta y trataba a los animales de tú a tú, sin otra ley que la del más fuerte. Era analfabeto pero contaba bien y, bruto como era, colaba palabras gruesas que me gustaban porque al oírlas me sentía mayor. Lo malo es que se cansaba y, en medio de una historia, paraba de golpe y decía: «¡bah, ¿para qué te voy a contar?». Y sanseacabó. Ya no salía de su mutismo.

Mecánico de hidroaviones

Es güelo Toni, Antoni Arabí, padre político de mi hermano Joaquín, era todo lo contrario. Le gustaba contar sus años como mecánico de los hidroaviones que amerizaban en s’Estany Pudent. Le encantaba volar a Pollensa, donde tenían su base los aviones. También me dijo que formó parte de la tripulación que trajo desde el Estrecho al ‘Manolito’, barco de pesca que, adaptado, fue correo muy celebrado entre las islas. Lo que el güelo Toni explicaba de sus años en Formentera me fascinaba porque la isla era muy distinta a la de ahora. Y la vida en ella era tan sencilla como feliz. Con poco, no les faltaba nada.

Con el iai Martí no tenía vínculo familiar. Lo conocí el año que pasé en San Joan. Era el sanador del pueblo y lo curaba casi todo, esguinces, torceduras y hueso rotos. Venían a verle en carro desde otros pueblos. Lo recuerdo alto, muy alto, seco de carnes y doblado al andar que hacía con una garrota. Cuando se enderezaba era de ver, en una postura inverosímil echaba el cuerpo hacía atrás. Sus historias, preferentemente, eran de hormigas. Las diferenciaba, caseras, de campo, voladoras, carpinteras, cortadoras de hojas, etc. Le fascinaban las de cabeza roja, muy belicosas y mordedoras. Una vez me enseñó el camino que hacían y me dejó perplejo descubrir que iba desde delante de can Tirurit, en la Plaza, hasta un hormiguero que estaba a medio kilómetro, junto a la escuela, a la entrada del pueblo. Desde entonces, me cuido mucho de no pisar una hormiga.

Y también recuerdo al iai Marçà. De él me hablaba mi padre que lo conoció bien. Me contó que vivía como un eremita en una cueva de es Canaret, junto al mar, frente a un islote, s’Illot, en el que andaban sueltas sus gallinas; sin saber nadar, era una magnifico corral. Cuidaba una viña y hacia su propio vino. Y con un llaüt salía a pescar. El agua la recogía de una fuente que quedaba por encima de la cueva, en el declive de la colina. Le llegaba por unos canalillos que había abierto en la piedra. Caminaba descalzo por las rocas y tenía las plantas de los pies con una callosidad que no envidiaba las suelas de los zapatos. En alguna ocasión venía al pueblo caminando, con las alpargatas al hombro que sólo se calzaba al entrar en la iglesia. Muchos años después, visité la cueva y allí estaban todavía el fonyador de raïm, cubells, un viejo trull amb el rotló y algunos enseres, una mesa, dos sillas de enea rotas, un barril del vino destablado y las cuatro piedras ennegrecidas del hogar en un rincón. Aquella visita me impresionó y di la matraca en estos papeles con 8 artículos en los que traté de explicar su vida.

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