Del habitar en nuestra arquitectura

Aunque la arquitectura tradicional ibicenca ha hecho correr ríos de tinta, me pregunto si no nos hemos dejado algo en el tintero

Cuando todo un mundo
desaparece. J.vilanova y C.marqués

Cuando todo un mundo desaparece. J.vilanova y C.marqués / Miguel ángel gonzález

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Nuestra casa rural no es sólo refugio y abrigo. Es mucho más que paredes y techo. El nombre propio que en Ibiza le damos —can Xico Fita, can Pep Xumeu, cap Pere Simó, etc— la personaliza, identifica a sus habitantes. Más allá de su arquitectura, ese nombre anuncia un espacio vivo que nos habla de la vivencia de la casa, de todo lo que en ella supera su condición física, su mera materialidad.

Aunque de nuestra arquitectura tradicional en el medio rural se han publicado estudios que analizan por activa y pasiva su simplicidad, funcionalidad, composición modular, respeto al entorno y belleza, existe un aspecto determinante del que apenas se habla, —la forma en que se habita y lo que implica el habitar—, posiblemente porque supera la mera edilicia, sus parámetros constructivos y físicos. Es una perspectiva de análisis que se entiende enseguida cuando caemos en la cuenta de que una cosa es la casa habitable pero todavía vacía —sólo estructura o caparazón, sólo arquitectura—, y otra, muy distinta, la casa habitada que es ya morada y hogar. Se suele olvidar que es el estar el que da sentido a la estancia o, lo que es lo mismo, que sólo el vivir en la casa hace de ella una vivienda. Son las dos dimensiones que nos descubre la palabra habitación que utilizamos para identificar el habitáculo —espacio habitado— y también la forma que tenemos de habitarlo. No es un detalle menor cuando en nuestro casament, la pluralidad orgánica de sus habitaciones o módulos —ses cases— responde a las necesidades que debe cubrir y a la vida que se hace en èl.

Es una reflexión que puede parecer abstracta y no lo es. Es algo que el payés-constructor tiene muy en cuenta antes incluso de colocar la primera piedra. Es posible que, como suele decirse, nuestra casa rural se construyera sin planos, pero a buen seguro que quien la hacía tenía un proyecto bien definido en su cabeza, una clara prefiguración que orientaba su construcción de manera estricta. El qué de la casa responde siempre a un para qué, a las funciones que debe cubrir. Y eso es algo que se cuida con aplicación. No sé de ningún payés que, construida su casa, confiese no ver cumplidas sus expectativas en ella. No podía ser de otra manera cuando es una arquitectura que nace de la necesidad y de medios escasos, razón de su desnudez, de su minimalismo y de su estricta funcionalidad.

Da cobijo y algo más

Por supuesto que da cobijo, pero tiene que dar algo más al ser una casa-de-campo. Este condicionamiento constructivo que impone la ruralidad se hace escandalosamente evidente cuando la familia payesa abandona sus cultivos, cambia de vida y construye una nueva vivienda, puede ser cualquiera de las que vemos a pie de carretera y que puede convertirse en bar o colmado. Esta casa es ya distinta y quien la erige, siendo todavía depositario de un legado arquitectónico ancestral, ya no lo sigue. Y no lo sigue porque ha roto su relación con la tierra y, ahora sí, la casa es sólo de abrigo. Este cambio que ha supuesto en Ibiza el abandono de la vida rural ha marcado en pocos años el punto final de nuestra arquitectura tradicional que ha pasado a ser patrimonio histórico y etnológico, casi arqueología. Es una edilicia que ha cerrado su ciclo. Algunos arquitectos tratan de inspirarse en los parámetros tradicionales, sus obras pueden honestas y conseguir un ‘aire ibicenco’, pero son ya otra cosa. Quedan muy lejos de la casa ibicenca genuina. Y no tenemos por qué lamentarlo. La arquitectura no puede quedar fosilizada, debe responder, contextualizada, a la vida que se hace en cada momento.

La vieja casa rural tenía una gramática constructiva de extrema simplicidad, pero suficiente: porxo, cocina, dormitorios, horno, cisterna, corrales, etc, elementos, todos ellos, que en su orientación, dimensiones y vectores direccionales, respondían a lo que se esperaba de ellos. El porxo de entrada —el ámbito más espacioso— era vestíbulo y distribuidor, pero, sobre todo en los inviernos, tenía multitud de usos: era el lloc d’esbargiment i celebracions, on es feia el menjar de matançes i, per damunt de tot, un lloc de treball: al porxo es pelaven les ametlles, es preparaven les conserves d’albercocs i xereques, es feien enfilalls d’alls, tomaquets i pebreres, les dones filaven o cosien, es feien canysos per secar figues, es feia llatra de palma, en un llibrell es pastava la farina per fer pa, etc. Y en la cocina, reunida la familia en los inviernos, los mayores transmitían vivencias, conocimientos y creencias, muchas veces en forma de rondallas; estos encuentros justifican el banco corrido que suele tener todas las casas en el entorno de una gran chimenea. Esta conjunción, en fín, del estar y el hacer explica la perfecta simbiosis que existía entre la casa y sus habitantes, entre la casa y el campo.

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