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El ‘Maria Asumpta’, a toda vela.De 'Los últimos grandes veleros'

Memoria de la isla

Velas como alas

Los grandes ferrys, los elegantes yates y los veloces catamaranes de pasaje que cubren el trayecto entre las islas, nos impactan menos que el sencillo perfil del viejo motovelero que avanza su botavara, refleja su popa de espejo en las aguas quietas del muelle y levanta su mastilería con las velas dispuestas a ser izadas

Pocos espectáculos son más hermosos que la navegación del pailebote, el trapo desplegado y el casco ligeramente vencido por el empuje del viento en sus velas. En los años 50 del siglo pasado, el protagonismo absoluto en el puerto de Ibiza lo tenían todavía los motoveleros que hacían el cabotaje entre las islas y los puertos peninsulares. El aeródromo militar de es Codolar se abrió al vuelo comercial el 1958, pero el transporte aéreo de pasajeros no se consolidó hasta algunos años después, en los 60, cuando el turismo de masas tuvo ya una presencia significativa. Antes de entonces, el mar era el camino obligado de las islas y, como en las estaciones ferroviarias, en nuestro pequeño puerto llamábamos Andenes –y así lo llamamos todavía hoy- al paseo de los muelles. El dique que conocemos como ‘Martillo’ dividía el lado sur y portuario de la bahía en dos radas similares que ofrecían distintos amarres: el muelle de levante estaba reservado para el barco-correo de la Trasmediterránea, dejando a las barcas de pesca el rincón de sa Riba que creaba el malecón que cerraba el puerto. En el muelle interior o de poniente atracaban los motoveleros y ya entonces era un espacio a tal punto insuficiente que los barcos se colocaban apareados, uniendo sus bordas, quedando el exterior en espera de que el atracado en el muelle acabara sus operaciones y cediera su amarre.

En los laterales del Martillo atracaban enormes cargueros de nombres impronunciables, Althoff, Hojsgaar, Skagerrak, Bothniabor, Heemskerk, etc., que llenaban sus bodegas de patatas o sal. A los vecinos de la Marina nos llamaban particularmente la atención las arribadas y salidas del barco-correo por las novedades que aportaba el pasaje y por los divertidos registros de los carabineros que montaban una doméstica aduana junto a la pasarela de desembarco, en un cerco cerrado por modestas barreras. El verdadero trajín que daba vida al puerto lo teníamos en el muelle interior y correspondía a la carga y descarga de los motoveleros que, como su nombre indica, estaban en la frontera de dos mundos: hacían la mayor parte de sus travesías propulsados por un motor de gasoil, pero así que soplaba viento y si no les urgía la entrega de su carga, desplegaban trapo para economizar combustible.

Resistencia al uso del motor

Por increíble que hoy pueda parecernos, al principio hubo cierta resistencia al uso del motor. Los armadores eran los más interesados en reducir el tiempo de las travesías para ganar viajes, lo que suponía, con un mismo sueldo, más trabajo para las tripulaciones. Con mar bonancible y buen viento, la marinería prefería el silencio de la navegación a vela. El run-run continuo del motor les levantaba dolor de cabeza, el combustible olía a demonios y el mareo que no habían experimentado en los temporales lo descubrían con los primeros motores.

El caso es que el motor se impuso y todos creímos que la vela acabaría desapareciendo. Luego hemos visto que ha tenido continuación en la navegación deportiva, cosa lógica, porque para los amantes de la mar son insuperables las sensaciones que proporciona navegar con el solo soplo del viento. Es difícil no evocar con nostalgia la bellísima estampa del motovelero que lento y silencioso doblaba el faro, con todo su trapo desplegado que recogía con parsimonia ya dentro del muelle, antes de entrar en amarres. De aquellas velas no queda memoria, tal vez porque nuestros astilleros construían barcos, pero no el velamen que, pariente pobre de la construcción naval, se tenía por un asunto menor y se adquiría fuera de la isla, casi siempre en talleres catalanes. Un olvido que no es de recibo cuando la vela fue hasta el siglo pasado la forma de navegación que todas las embarcaciones utilizaban. Sólo por eso, el relato marítimo de nuestras islas bien merece cuatro rayas sobre aquellas velas que, como alas, desplegaban aquellos hermosos motoveleros.

La confección de las velas era un trabajo artesanal –después se industrializaría- de pequeños talleres que contaban con un equipo de operarios especializados que, sin una formación reglada, venían casi siempre del sector textil y habían sido sastres, fabricantes de toldos o tapiceros. Los oficios de velería se aprendían con la experiencia y, según su grado de especialización, podían ser de mestres velers, cosidors i cosidores, ralingadors, acabadors, aprenenents, etc. Entre los talleres que proveían de velas a nuestros astilleros estaban Can Xala, Veles Buades, Velers Fortuny, Casa Ralinga, Veles Planes, Veles Balcells, etc.

En aquellos años no existían fibras sintéticas (poliéster, poliamida, dacrón, kevlar, nilón, tergal, etc) ni tampoco materiales laminados, de manera que las velas eran de fibras vegetales, lino, cáñamo y algodón. Con las medidas exactas, la vela se diseñaba a partir del material más adecuado y lo más difícil era conseguir las formas curvas que facilitaran la mejor toma de viento. Hecho el diseño sobre una superficie horizontal que solía ser un gran entarimado, se dibujaba la vela sobre el tejido, se cortaba la tela, se hacían los cosidos que la forma exigiera -la fortaleza de las costuras era determinante-, se reforzaban con tiras de lona los puntos que tenían que soportar mayor presión y, finalmente, se hacían los acabados, ralinga, garrutxos, botafions, ullets, etc.

La clave

'SASTRES DE VENT'

En la construcción de las velas, la principal preocupación de los maestros veleros –que en el astillero ibicenco llamaban poéticamente sastres de vent- era que la vela, por más que soplara Eolo, no cediera y mantuviera su forma. Se trataba de evitar el arrugamiento vertical y el allanamiento, la llamada curvatura invertida, una deformación que era muy común. Uno de los secretos mejor guardados de las velerías era, precisamente, disminuir la comba y enderezar la caída de popa para conseguir la máxima eficacia en las ceñidas. 

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