Rolf Svanberg

Todos los veranos, durante varios años, –corrían los 70-, pasaba en Formentera con mi compañera los julios y agostos. Siempre en San Ferran de ses Roques, en la Fonda Pepe que entonces era el ombligo de la isla. Allí conocimos a un grupo de artistas que en aquel rincón buscaban su particular utopía, Beni Trutmann, Gabrielet, Sioma Baran, Marc Tara, Robert Baldon, Rolf Svanverg..., una singular comunidad creativa que creó un microclima cultural y convirtió la isla en un sorprendente laboratorio de sueños y proyectos, un pequeño universo en el que lo insólito fue natural y cotidiano

La Fonda Pepe en
Formentera. arxiu Magón

La Fonda Pepe en Formentera. arxiu Magón / Miguel ángel gonzález

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Aquellos fueron días solares en los que vivimos insólitas experiencias que llegaban sin buscarlas y hoy son inimaginables. Pasamos por ellas con una cierta ingenuidad, con una inocencia que luego nos ha robado el tiempo, la vida que pasa, ese río que todo lo arrastra y que no se detiene.

Conocimos a Rolf en la Fonda. Tuvo que ser en una atardecida de esos días de verano en los que no se puede salir a la calle hasta que el sol declina. En aquellas horas, una parroquia variopinta se dejaba caer por el bar, un escenario del Far West que estaba al otro lado de la calle que entones era de tierra. En una columna colgaban avisos y recados: se vendía un colchón, se pedía compañía para viajar a Copenhague o se compartía una habitación en la Mola. Junto al bar, un pedregoso cercado (antiguo tancó) en el que sólo medraban nopales, por las noches era una extensión del bar, un lugar de reunión en el que, sin necesidad de hacer consumición, cualquiera podía pasar las horas muertas, hablar, meditar o participar en los conciertos improvisados de tambores y flautas, quedos y de letárgica monotonía, que se alargaban hasta bien entrada la madrugada. En una de aquellas atardecidas conocimos a Rolf, que, amigo de la Fonda, solía sentarse con nosotros en la entrada del establecimiento. Era un encuentro informal. Alguien pedía en el bar las consumiciones y al poco nos las acercaba Julián, -el hijo de Pepe, dueño de la fonda-, que cuando las bebidas eran dulces, -infusiones, hierbas ibicencas o refrescos-, solía añadir de su cuenta alguna orelleta y, si había suerte, unos trozos de greixonera. Dios le bendiga.

Las monedas de sus correrías

Su afición a la arqueología era evidente. En su casa nos enseñó lo que había encontrado en sus correrías. Recuerdo unas monedas que parecían romanas y unos fragmentos de mármol blanco con relieves borrosos, -tal vez el único documento epigráfico romano hallado en Formentera- que había localizado precisamente cerca del castro de Can Blai. Me alegraría saber que Rolf, finalmente, pudo conocer las excavaciones que se hicieron después, a partir de los años 80. Por lo que yo sé, para entonces, o muy poco después, su edad y su precaria salud ya le habían devuelto a su país

Rolf era un personaje singular en muchos aspectos. De talante reservad, tímido en apariencia, en las distancias cortas era un conversador incansable que nos hipnotizaba con sus historias. De haber sido payés, nos hubiera dejado buenas rondallas. Ya sexagenario, mantenía un espíritu joven y una envidiable vitalidad. Su curiosidad apuntaba en todas las direcciones, pero le apasionaba la historia de la isla y, de manera particular, su primera habitación. Lo recuerdo alto, rubio, de ojos azules, con la tez translúcida y rosada de un niño. Vivía sólo y vestía ropa holgada, con una cuidada dejadez que le daba un aire bohemio. Era una persona de gran sensibilidad, culto, extremadamente discreto y de una elegancia natural que le confería un especial atractivo. Ciudadano sueco, se declaraba fugitivo. Nos contó que había sido el entrenador del equipo sueco de gimnasia en la Olimpiada de Roma (1960), y que se había refugiado en Formentera perseguido por los impuestos y cansado del clima gris y gélido de su país. En Formentera había encontrado lo que buscaba, sol, luz, tranquilidad y silencio. Gestionaba una pequeña Galería de Arte en una casa payesa que estaba en ses Roques d’en Teuet, a la salida de Sant Ferran, y allí exponía los trabajos de artistas que residían en la isla.

Mi mujer y yo hicimos con Rolf una buena amistad que nos deparó no pocas sorpresas. Siendo extranjero, conocía todos los rincones de la isla y para nosotros fue un magnífico cicerone. Compartimos aventuras en las que su imaginación nos llevó en ocasiones demasiado lejos. Siguiendo las elucubraciones de Mia Soreide, escritora noruega que en Formentera buscaba huellas de antiguas incursiones normandas y que se apoyaba en un relato escandinavo que hablaba del viaje del príncipe Sigurd de Noruega que en 1108 recaló en la isla, Rolf creaba enfebrecidas historias que a nosotros nos encandilaban.

El muro romano

En lo que hoy son los yacimientos prehistóricos del Cap de Barbaria -entonces sólo eran unos extraños amontonamientos de piedras-, Rolf veía vestigios de enterramientos vikingos. En las hiladas de piedras que tenían una estructura naveiforme veía el basamento en el que sus ancestros colocaban el drakar, la nave en la que los vikingos incineraban a sus muertos. El navío simbolizaba el viaje al Valhalla, su particular paraíso, y aunque aquel adiós solía hacerse en el mar, también lo hacían en tierra, convirtiendo el barco en una pira. Ignoro si Rolfse creía todo lo que nos contaba, pero estaba claro que gozaba con aquellas historias que, en cualquier caso, a nosotros nos hacían soñar y nos alegraban las vacaciones. Lo sorprendente, en cualquier caso, es que en aquel pedregal viera ‘algo’ que luego resultó ser un importante yacimiento.

Más acierto tuvo en lo que luego ha sido el Castellum romano de can Blai, cerca de es Caló de Sant Agustí, en el kilómetro 10 y en el lado derecho de la carretera que lleva a la Mola. Rolf ignoraba a qué podía corresponder un grueso muro que apenas quedaba a la vista, pero que por su preciso trazado que parecía hecho con tiralíneas, era evidente que retenía un secreto que se le escapaba. Llegó a pedirle a Rosalía, la gobernanta de la Fonda, unas azuelas para descarnar aquel extraño vestigio. Nosotros le acompañamos entusiasmados, pero, a los dos días, deslomados, -yo con un asomo de lumbago-, tuvimos que dejarlo.

Suscríbete para seguir leyendo