Aquellos veranos sin turistas en Ibiza

En el inicio de los años 50, –yo era un niño-, vivíamos todavía la resaca de la Guerra Civil y comprábamos en los colmados con las cartillas de racionamiento. El mar era el único camino de las islas y toda la comunicación que Ibiza tenía con la Península y Mallorca era la que proporcionaba una o dos veces a la semana el barco-correo. Ni por asomo se podía hablarde turismo. La situación, sin embargo, cambió después en pocos años. En 1966 el aeródromo militar de Es Codolar se abrió al tráfico internacional y con el turismo masivo llegó el totum revolutum que nos cambiaría la vida.

En los años 50 las playas estaban vacías.  | FERRÁN GONZÁLEZ

En los años 50 las playas estaban vacías. | FERRÁN GONZÁLEZ / Miguel ángel gonzález

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Hasta bien entrados los 60, lbiza y Formentera tuvieron su anclaje en el Viejo Mundo. Se araba la tierra con la reja romana y en la Marina, donde yo vivía, más que por los relojes, medíamos el tiempo con las campanadas de Sant Elm que nos daban el toque del Ángelus al amanecer, al mediodía y cuando el día se iba.

En los años 50, quienes llegaban en el barco-correo no eran turistas. Eran, sencillamente, peninsulares, forasteros. Y como en el pueblo grande o la ciudad pequeña que era entonces Ibiza un día era igual a otro, vivíamos las arribadas de la Trasmediterránea con expectación. Era un pequeño acontecimiento y tenía su lógica que los vecinos de la Marina nos arremolináramos en el muelle para ver descender el pasaje. Formábamos corrillos alrededor de las barreras que colocaban los carabineros en su improvisada aduana, una mesa de madera gris y de tijera en la que, con aplicación y guantes blancos, revisaban los equipajes. Se trataba de frenar el contrabando que entonces era cosa común y sabida. No había bar en la Marina que no tuviera debajo del mostrador, a la venta, ‘tabaco rubio americano’, Chesterfiel, Marlboro, Lucky Strike, PallMall o Winston.

Supe por mi padre, carabinero en los muelles, que dos de sus beneméritos compañeros, vistiendo incluso uniforme, compraban sus paquetes de Chester en el bar La Maravilla. Y es que en aquello del estraperlo y el contrabando se tenía una actitud tolerante, de relativa transigencia; siempre, eso sí, que se hiciera con discreción y a pequeña escala. No se trataba de fastidiar a un camarero de la Tras o a un vecino de la Marina que con su trapicheo de unos pocos cartones se sacaba cuatro cuartos. Cosa distinta era si se pasaban relojes o plumas estilográficas. Las Schaffer, Montblanc y Parker, eran muy apreciadas. Lo que los carabineros querían era hacer alijos importantes que les valiera un ascenso, de aquí que pasearan los Andenes arriba y abajo con un pincho metálico que de forma aleatoria clavaban en los bultos y sacos que descargaban los motoveleros. Por el olor que retenía la aguja al sacarla, sabían si la mercancía era o no de ley.

Otros veranos

Pero recuperemos lo que venía diciendo. En aquellos días todavía no había turistas. Y los veranos eran otros veranos. Tan distintos a los de ahora que apenas nos reconocemos en nuestros recuerdos. Tenemos, eso sí, algunas fotografías en las que vemos las playas vacías en pleno verano. Por imposible que ahora nos pueda parecer, entonces no relacionábamos necesariamente playa y verano. Del año que pasé en Sant Joan recuerdo que algunos domingos íbamos con nuestros padres –una vez fuimos también con el maestro- a Xarraca y a Portinaitx, pero el motivo de la excursión era hacer una paella. Lo de menos era que algunos de nosotros, niños entonces, nos diéramos un remojón. Los mayores no se bañaban. Después he sabido que algunos payeses que salían a pescar con su llaüt ni tan siquiera sabían nadar. Nosotros sí disfrutábamos con los chapuzones, pero tampoco hablábamos de ir a bañarnos. Nosotros íbamos a nadar, a fer un cabussó. Y tampoco recuerdo que fuéramos a la playa cuando, tiempo después, regresamos a Vila y vivíamos ya en la Marina. Nos zambullíamos preferentemente junto al Club Náutico, y frente a las Barracas, y en las aguas del Muro, y en el rincón codolar que quedaba al pie de la Torre del Mar. En alguna ocasión íbamos a s’Arany, al Salt de s’Ase y al Laguito, donde, en la pequeña cueva que formaban las rocas solíamos encontrar a un señor que sobre una diana lanzaba cuchillos. Y otro lugar que nos gustaba mucho porque era un buen sitio para coger nacras, anclotxes de buen tamaño, era el que estaba junto al antiguo embarcadero de Talamanca, muy cerca de sa Casassa, una ruina que estaba donde hoy tenemos el hotel El Corso. También alquilábamos bicicletas en casa Serapio y nos escapábamos al Botafoc y Martinet, pero aquello era una aventura porque las aguas allí eran profundas.

Hoy, aquellos veranos son inimaginables. Sin escuela durante tres meses largos, nos pasábamos el día en la calle, que entonces era de tierra. Me acuerdo porque hacíamos hoyos que llamábamos guas para jugar a canicas (baletes). La calle Azara, donde yo vivía, sin que hubiera topos, estaba llena de agujeros. En aquel juego ganaba la partida y se quedaba con la canica del contrincante quien primero hacía gua y metía la bola en el hoyo, después de darle a la canica del contrincante tres toques seguidos que cantábamos diciendo primeres, peus y matutes. Lo de peus era porque, tras el choque, las bolas tenían que quedar suficientemente separadas para que se pudiera colocar un pie entre ellas.

Los brutos de La Bomba

Más raro era lo de ‘matutes’, pero al final he sabido de dónde puede venir la palabra. Un niño forastero que jugaba con nosotros decía en el último toque tute o retute y aquello cuadraba, porque ‘tute’ -además de un juego de naipes- significa también dar una patada en frases como «le arreó un tute a la pelota que la coló por la escuadra». ‘Ma-tute’, por tanto, podría ser eso, matar con un buen tute, con un buen golpe de canica. Y como aquel juego, teníamos muchos otros de los que algún otro día podemos hablar, piola, Barrabás surt, fer oli y, sobre todo, fer guerres con las pandillas enemigas del Parque y de Sant Elm. Los que formaban la pandilla de la Bomba eran muy brutos, siempre nos podían, y los de Azara nos teníamos que batir en retirada. Era mejor que salir descalabrado.

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