Arte&letras

Galdosiana

Galdosiana

Galdosiana / Por Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Miguel Ángel González

Sorprende que de un autor como Pérez Galdós, don Benito (1843-1930), que tiene más de cien títulos publicados, de los más de los cuatro millones largos de usuarios que tienen las 420 bibliotecas públicas catalanas, sólo 22 personas se interesaron el año pasado por una de sus novelas, siempre la misma, ‘Fortunata y Jacinta’. Lectura obligada, tal vez, de estudiantes para pergeñar un trabajo de curso. Siendo Galdós el escritor más relevante del siglo XIX y uno de los mejores novelista del país desde Cervantes, -cervantino en sus formas de narrar y concebir los personajes, en su socarronería, humor y proximidad al pueblo, y sin nada que envidiar a Zola y Balzac-, sorprende que sus novelas almacenen polvo en las bibliotecas y apenas tengan salida en las librerías. Y lo que es todavía peor, tuvo y sigue teniendo detractores. Sin ir más lejos, Josep Pla se despacha así: «escritor il·legible, avorridíssim, insuportablse i totalment indocumentat. Galdós no és res, avui cau de les mans». (OC. 12, 289). Ignoro qué mosca le picó a Pla para hacer semejante comentario y meter aquí, como la mete, la pata hasta la corva. Cabe recordar que si Galdós no obtuvo el Nobel de Literatura fue, como le sucedió a Baroja, por su radical anticlericalismo y su severa crítica de la Iglesia.

Su estreno de ‘Electra’ levantó ampollas, el clero boicoteó las representaciones y presionó a los empresarios para no cedieran sus salas. No sólo no lo consiguieron, sino que la obra fue también un éxito fuera de España. En Buenos Aires se estrenó el mismo día en tres teatros. Y otro tanto sucedió cuando estrenó ‘Casandra’.

Escuchimizado y retraído

De su vida, -imprescindible para contextualizar su obra- pueden valernos cuatro notas. Hijo de un coronel del Ejército que manda poco y de una vasca que manda mucho, Benitín crece enfermizo, escuchimizado y retraído. Mirón en los juegos y oyente en las conversaciones, se educa a la sombra de un tío cura, hermano de su padre. En el colegio le hacen la puñeta dos maestras solteronas, las hermanas Mesa, estúpidas y de manifiesta mala leche. Adolescente larguirucho y callado, se enamora de una tal Sisita, -hija de norteamericana, Adriana Tate-, y sus padres, para romper tan temprano amorío, lo mandan a Madrid, donde Benito espabila. Entra en la redacción de La Nación, se cuela en el Ateneo, en los mentideros y corrillos literarios, y gana dioptrías de tanto leer a Balzac, Dickens y Dostoievski. En las tertulias aprende más que en la Universidad, y en la calle más que en las tertulias. Recoge todo lo que vive y todo lo que ve de la vida doméstica, la vida pública, los cafés, los teatros, los mercados, las tiendas, los negocios, las instituciones y la política.

Todo ello le facilita los escenarios de sus novelas, el retrato psicológico de sus personajes y de la condición humana. Traduce ‘Los papeles póstumos del club Pickwich’ de Dickens y recorre España en ferrocarril, siempre en tercera clase para moverse entre campesinos, menestrales y reclutas, de los que toma el habla popular, sus gustos y costumbres. Viaja también a Portugal, Alemania, Inglaterra, Italia, Bélgica y Holanda, un carrusel que acentúa su visión crítica y radical de España, en la que le cabrea sobremanera la injerencia de la Iglesia en la política. En 1889 es elegido académico y, para entonces, con una imaginación y memoria prodigiosa, publica título tras título, con absoluta regularidad, ‘La fontana de oro’, ‘Doña Perfecta’, ‘Gloria’, ‘Marianela’, ‘El amigo Manso’, ‘Tormento’, ‘La de Bringas’, ‘Tristana y Nazarín’ (que Buñuel llevaría al cine), ‘Misericordia’, ‘El abuelo’, (que también lleva a la pantalla José Luis Garci), ‘La razón de la sinrazón’, etc. De los años 80 son sus grandes novelas, ‘La desheredada’ (1881), ‘Fortunata y Jacinta’ (1886), ‘Miau’ (1888), ‘Torquemada en la hoguera’ (1889), etc. Y siguen más de 30 títulos, los 53 volúmenes de ‘Los Episodios Nacionales’ –imprescindibles para conocer el siglo XIX y serie que inaugura la ‘novela histórica’-, además de 23 obras de teatro, entre ellas, ‘Un joven de provecho’, ‘La loca de la casa’, ‘Los condenados’, ‘La de San Quintín’, ‘Celia en los infiernos’, ‘Alma y vida’, ‘Amor y ciencia’, etc. Una producción febril que se tuerce cuando, a partir de 1910, su vista se deteriora y acaba ciego. Galdós se hunde en la oscuridad y el silencio, situación que aprovechan para denigrarle quienes le tienen envidia y una prensa reaccionaria, situación que condiciona negativamente a la Academia sueca, temerosa de conceder su premio a quien concita tales odios. Y llega el declive. Solo, ciego y enfermo, el 4 de enero de 1920 muere apaciblemente, pasa de un sueño a otro.

El tempo del relato

Unamuno, que no era precisamente su admirador, elogia su dominio del lenguaje, el habla natural, coloquial, suelta y sin afectación de sus personajes. Y no es un logro menor el tempo de cada relato. Si en ‘Fortunata y Jacinta’ el ritmo es lento, la prosa en ‘Torquemada’ se precipita y cada párrafo empuja al siguiente. El realismo galdosiano deja atrás la novela romántica. En cincuenta años, de 1840 a 1890, el estilo cambia, se hace sencillo, pierde engolamiento y solemnidad lo que gana en eficacia. Y un último aspecto de especial interés en Galdós es el soliloquio, el monólogo interior, ese subterráneo hablar de la conciencia que en el ‘Ulises’ de Joyce se ve como un recurso inédito y que Galdós ya utiliza cuando le interesa.

Lo vemos en ‘La Desheredada’, en ‘Gloria’, en ‘La de Bringas’ y, por supuesto, en las cavilaciones de Moreno en ‘Fortunata y Jacinta’, cuando refleja la depresión de su ánimo en una cadena de automatismos y asociaciones mentales que mezclan imágenes, preguntas y sensaciones, preocupaciones y recuerdos, lo que oye y lo que dice, lo que piensa y lo que ve mientras pasea: los mangueros municipales, la miseria de un viejo, el cansancio que siente una florista importuna, el vendedor de lotería, un entierro que pasa, amigos con los que se cruza y jirones de frases que se mezclan calidoscópicamente en su mente, las que le dicen y las que dice él. Estos diálogos del hombre consigo mismo, ese pensar embarullado de los personajes galdosianos son, -o a mí me lo parece- un anticipo del recurso joyciano.

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