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‘La rastra’, la primera novela en veinte años de Joy Williams

El terror de Williams, finalista en 2001 del Pulitzer con la novela 'Los vivos y los muertos', nos interpela porque se mueve en los límites de la realidad

Joy Williams.

Joy Williams. / Dídac Peyret

Dídac Peyret

Hay terrores que te aturden mientras duermes y te transportan a un estado de irrealidad al abrir los ojos. Leer a Joy Williams (78 años, Chelmsford, Massachusetts) es como levantarse de una siesta demasiado larga. Te invade el desconcierto; una mezcla de irritación, culpa y desasosiego que te acompaña lo que queda del día. En ese territorio fronterizo construye su universo esta escritora que vive en el desierto de Arizona, escribe a máquina en moteles y viaja por todo el país con sus dos perros en un Toyota.

El terror de Williams, finalista en 2001 del Pulitzer con la novela 'Los vivos y los muertos', nos interpela porque se mueve en los límites de la realidad. Una experiencia donde todo pasa por el filtro de esas gafas negrísimas, enigmáticas, que siempre le acompañan y proyectan su distancia con un mundo donde no encaja.

Sus frases te dejan en un estado de ensimismamiento, como si deshuesara el lenguaje y deformara lugares comunes añadiendo significados abiertos. Adentrarse en 'La rastra', su primera novela en 21 años, resulta abrumador. En ella nos abre un mundo inabarcable de ecoterroristas geriátricos, niños que hablan como adultos y adultos más salvajes que los animales. Sus teorías te obligan a releerlas y tratar de orientarte; apuntan a nuestro mundo pero se elevan al universo de las ideas. Hay algo opaco y fascinante en lo que no terminamos de entender.

Williams, hija de un predicador, nos transporta a una tierra devastada por unos humanos que tratan de ser dioses. «Hemos excedido la capacidad de la Tierra y eso es maravilloso. Demuestra que podemos hacer lo que queremos. La batalla ha terminado, hemos vencido al mundo». Es una Tierra sin recursos habitado por hombres abocados a una alienación despiadada. «La alienación se ha vuelto un arte, una destreza social, igual que la apatía, que se ha vuelto muestra de refinamiento».

Williams es implacable con su mensaje: el ser humano es incapaz de cambiar. Pero usa ese mundo post-apocalíptico para preguntarse qué nos hace humanos. Khristen es la protagonista de la novela, una niña que según su madre nació, murió y resucitó. Una persona «destinada a vivir cosas extraordinarias» que en realidad termina vagando huérfana sin más respuestas que los demás. Su mirada atónita de las cosas se convierte en un pequeño refugio de un mundo que se abre ante nuestros ojos como la peor creación de los hombres.

Williams plantea durante toda la novela lo absurdo de la existencia y su insignificancia. «Todo era borrado para hacer sitio a otra cosa: así funcionaba el mundo. Teniendo en cuenta esta circunstancia, siempre lo desconcertaba que la gente esperara tanto de la vida». También los márgenes difusos entre los vivos y los muertos. Cuando hay una pérdida los vivos deambulan y los muertos se resisten a desaparecer del todo. «En su infancia había albergado durante un tiempo la idea de que cuando moría alguien a quien apreciabas, eras tú quien desaparecía. Qué estupefacta se debió de quedar cuando se esfumaron todas las personas de las que se había rodeado».

Williams parece llegar a la conclusión de que el ser humano dedica casi todos sus esfuerzos a distraerse de su final. «Avanzamos de abrigo en abrigo hacia un final temible en el que nunca pensamos».

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