Diario de Ibiza

Diario de Ibiza

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

arte & letras

Las edades del hombre

La cadena de la vida

Que la vida es un cuento como decía Gil de Biedma o un sueño como decía Calderón, es, con distintas palabras, un mismo y resignado descubrimiento.

Sabemos que la vida se va como un soplo, pero lo asumimos demasiado tarde y nos lamentamos del tiempo perdido. Y digo ‘perdido’ no por pasado, sino por mal aprovechado. Es ese momento en el que, ya mayores y desde la experiencia acumulada, nos hacemos reproches por lo que pensamos que no hicimos y pudimos hacer, por un viaje que abortamos y fue sólo un proyecto, por una iniciativa que no supimos sacar adelante, por un abrazo que no dimos o por una frase que convenía decir y callamos. Uno cumple los 70 –o si hay suerte, los 80- y tiene la sensación de que le han cortado las alas y ve reducido su mundo al entorno de un sillón orejero en una ‘antesala’ en la que, por razones obvias, no desearía estar. Y con más pasado que futuro, los recuerdos se sobreponen a los proyectos y sueños que son ya imposibles, razón de que nos dediquemos a contar batallitas que es lo que todavía atesoramos, la vida vivida.

Visto lo visto, tal vez convendría advertir a nuestros jóvenes, en casa y en la escuela, de este hecho tan evidente como silenciado de las edades del hombre, de la brevedad de la vida, de la irreversibilidad del tiempo, del valor que tiene cada instante y de las consecuencias que conllevan todos y cada uno de los actos que construyen nuestra biografía. Les enseñamos a despejar las incógnitas que plantean la física, la química y las matemáticas, pero les ocultamos, tal vez porque no tenemos respuestas, los interrogantes esenciales que plantea el extraño hecho que supone vivir. Cuando sabemos que el suicidio es la segunda causa de muerte entre los niños y adolescentes de una sociedad supuestamente desarrollada, no podemos quedarnos en el silencio y la resignación. Hay que darles armas para superar los fracasos y, más aún, advertirles que también tendrán que contar con el azar.

Cuanto titulé estas notas las edades del hombre, no sólo pensaba en lo corta que resulta la vida, en los pobres pertrechos que nos dan para afrontarla y en los tiempos perdidos, sino en las distintas lecturas que tienen los periodos que consumimos mientras vamos viviendo. Pensé en los tres momentos esenciales por los que pasamos, nacimiento, vida y muerte, encuadre de mínimos de todo ser vivo, planta o animal. Y si atendemos a los contenidos que tiene cada fase, podemos decir que los humanos vivimos un primer tiempo de formación y aprendizaje, en el que básicamente somos receptores; un segundo tiempo de trabajo, en el que pasamos a ser productores y reproductores, laborioso interludio en el que generamos bienes, servicios y vida; y un último tiempo, en el que pasamos a ser, cuando nos jubilan o nos jubilamos, beneficiarios del sistema, mayoritariamente dependientes y contemplativos. Son situaciones que tienen variables significativas según sean las épocas, lugares y culturas en las que se vive, pero hablamos de las que, con pequeñas diferencias, tenemos en nuestras latitudes, aquí y ahora.

Tal vez convendría advertir a nuestros jóvenes, en casa y en la escuela, de la brevedad de la vida, de la irreversibilidad del tiempo

decoration

Y todavía podemos recoger una última fragmentación que no solemos hacer porque nos disgusta, pero que es muy real y concreta, la que nos asemeja, en durabilidad, a los muñecos de cuerda, la que contabiliza el tiempo que vivimos y que medimos torpemente con relojes y calendarios.

En ese planteamiento estrictamente cuantitativo sabemos con certeza que vivimos, en el mejor de los casos, poco más de 900 meses. No es gran cosa si tenemos en cuenta que nuestro juguete corporal suele escacharrarse antes de acabar ‘la cuerda’ que tiene. Lo sabemos porque somos una máquina que piensa, que se sabe, pero que en unas décadas consume la limitada energía que le mantiene en movimiento. Y cuando se nos agota ‘la pila’, como muñecos de cuerda, nos apagamos y regresamos a la inmovilidad inanimada y mineral de la piedra y la tierra. Dicho esto y suponiendo que nuestra vida tenga la duración que decimos, pongamos por caso, unos 960 meses, 8 décadas justas, resulta que nuestra vida se reduce a la simple ecuación de 8 x 10 = 80.

No hay más cera que la que arde. Y si a partir de aquí pormenorizamos sus posibles contenidos, podemos decir, a grandes rasgos, que los 120 primeros meses o 10 años son los más decisivos y revolucionarios de la vida, no en vano pasamos de la nada, -una frágil carnalidad con un cerebro que es tabula rasa- a saber hablar, leer, escribir y tener una visión relativamente compleja de la realidad. De los 10 a los 20 años, vivimos una maduración emocional y nos procuramos un aprendizaje especializado. Y a partir de aquí, consumimos tres décadas -360 meses- de relativa monotonía, dedicados a lo que llamamos trabajar, una forma de devolver al sistema lo aprendido en habilidades y conocimientos. Y así, cuando nos queremos dar cuenta, en el mejor de los casos, somos ya octogenarios, crítico momento en el que lo que nos apetece es descansar y que nos mantengan.

El tiempo que sigue, si sigue, es como una propina, como un premio de fin de curso. El problema es que a este último estadio solemos llegar, cuando llegamos, achacosos y descuajeringados. Pero peor es si no llegamos. Y uno no lo dice para fastidiar. Es lo que hay.

Compartir el artículo

stats