Síguenos en redes sociales:

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Portada del libro ‘Tiempo interior’, de Rodolfo López. | CHIVILCOY

Arte&letras

Del tiempo interior

Aunque del tiempo que pasa, mera duración de todo lo sujeto a mudanza, han hablado San Agustín, Platón, Kant, Bergson, Newton, Einstein, Heidegger y muchos otros, sigue siendo un enigma. Si el pasado ya no es y el futuro no es todavía, ¿qué es el presente, sino ese inasible fluir del pasado al futuro?

A diferencia de los demás seres vivos, el animal humano sabe que tiene los días contados, fecha de caducidad, unos 25.000 días o pocos más, que pueden ser menos si vienen mal dadas. Sobrepasado ese límite, cada amanecer es un regalo, nadie sabe de quién. Lo que sabemos, a ciencia cierta, es que vivir es morir. Nos desgasta y nos mata vivir. El oxígeno que respiramos y los alimentos que nos sostienen son los elementos básicos de la combustión que generan la frágil llama de la ‘vida’, una vida que se va consumiendo como se consume una vela. Y no hay más cera que la que arde. Ese durar convierte nuestra vida en una función que estamos obligados a representar porque, sin pedirnos permiso, nos han sacado de la Nada al escenario. Y pues no nos dan un determinado papel a representar, cada cual improvisa como buenamente puede su propia comedia, sainete o drama del que no siempre salimos airosos. Y es que hacer un buen papel no es fácil, entre otras cosas, porque lo único que sí nos dicen, repiten y comprobamos, es que la función acaba mal. Y peor es, si cabe, cuando no nos dejan acabar la representación y alguien –cosa que sucede a menudo- baja el telón a media función, sin avisar. Tal vez acierta Calderón cuando nos dice que la vida es sueño y que los sueños, ya se sabe, sueños son. Es muy posible que la única razón de que esta extrema levedad que somos no nos desespere ni nos vuelva locos, esté en que evitamos pensar en ella. Preferimos vivir engañados, como si fuéramos inmortales y creer que existe vida después de la vida, un Paraíso que llamamos Cielo. Como nuestros ancestros, acudimos religiosos a la creencia, acudimos al mito. Como a los niños que les cuesta conciliar el sueño, nos gusta que nos tranquilicen con un buen cuento.

Estamos en manos de un tiempo que no sabemos qué es y sólo percibimos como pasar y envejecer. Somos tiempo, un presente que es y enseguida no es. Impresiona constatar la coincidencia que existe entre las pulsaciones de nuestra válvula cardiaca y el tic-tac del reloj. El problema es que admitir que nuestra vida es sólo pasar, sólo ‘tiempo’, es reconocer que somos mera evanescencia, nada o casi nada. Nabokov dice, líricamente y con manifiesta mala leche, que la vida es un destello entre dos oscuridades, una secuencia imparable de instantes inasibles, un continuo presente y sin intermisión que es sólo devenir. Y aquí llegamos a lo que quería llegar. Este tiempo que somos, y que pasa, es sólo el tiempo exterior y objetivo que troceamos y medimos con los relojes y los calendarios, pero existe otro tiempo interior, subjetivo y que no podemos medir porque es relativo. Un viejo puede sentirse joven y un joven puede sentirse viejo. Una tarde de domingo, ociosos y aburridos, se nos hace interminable y, contrariamente, una semana en la que hemos estado muy ocupados y hemos hecho mil cosas, se nos puede pasar volando. En la puerta de ese tiempo interior se quedan las filosofías, pero en él entran con facilidad místicos y poetas. Es el tiempo más allá del tiempo del que nos habla, por ejemplo, Jiddu Krishnamurti y que, al trascendernos, nos sitúa en un ámbito que está más allá de la materialidad y la contingencia.

El tiempo cronológico que nos empeñamos en medir está siempre referido a nuestra materialidad, a nuestro cuerpo, al espacio que somos, pero además de ser ‘algo’, somos ‘alguien’. Nuestro talante, nuestro ‘yo’, nuestra personalidad intelectual, moral, estética y religiosa, no está limitada por el espacio y el tiempo, coordenadas vitales que nuestro espíritu transciende. Ese tiempo interior, conviene subrayarlo, no es una fantasía, nos lo descubre el pensamiento, el sentimiento y la vivencia, pertenece a esa ‘otra’ esfera de nuestra realidad que no es en absoluto mesurable. ¿Quién puede medir el alcance de una idea, la fuerza del amor o el poder de la alegría?

Disfrutamos de la juventud o de su apariencia durante un tiempo mucho mayor que nuestros padres, pero con respecto al tiempo interior estamos estancados o retrocedemos. La longevidad que nos proporciona la ciencia sólo nos ha aumentado la duración de la vejez. Nos esforzamos por prolongar la vida –el tiempo físico-, pero hemos descuidado la conquista del tiempo interior. Y me pregunto si antes de intentar prolongar la vida no deberíamos descubrir los métodos para conservar y mejorar las actividades mentales y morales. Creo que nos engañamos al pensar que algún día descubriremos el gran secreto de la vida y conseguiremos revertir el tiempo fisiológico.

Sé que los hombres nunca nos cansaremos de buscar la inmortalidad porque no hay nada más fuerte que el instinto de supervivencia, pero mucho me temo que nunca la alcanzaremos buceando en las leyes de nuestra constitución orgánica. Más bien tendríamos que invertir en nuestra condición espiritual, en aquellos aspectos cualitativos de nuestra persona que, como hemos dicho, no están limitados por el espacio y el tiempo.

Esta es una noticia premium. Si eres suscriptor pincha aquí.

Si quieres continuar leyendo hazte suscriptor desde aquí y descubre nuestras tarifas.